Raíces De Zafiro

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Un corte tan fijo realizado por una silueta blanca separaba al aire dejando un espacio vacío a su paso para causar un silbido imperceptible al oído humano. Luego pegó sus triangulares prolongaciones a su minúsculo cuerpo y así penetrar a la invisible corriente para descender lo más rápido posible. Ahí estaba, lo visualizaba, su enemigo posado en la rama de un árbol, cansado de echar piropos a su vecina apoyada en el pino de frente, a punto de juntar los palitos para el nuevo nido. Desesperado estaba por llegar. A pocos metros de impactar en el suelo a más de cien kilómetros por hora, extendió a lo largo, todo su abombado plumaje y, drásticamente, amortiguó el peligro aleteando hacía delante sin desaprovechar ningún movimiento. Sin embargo no era suficiente, necesitaba deshacerse de algo. Estranguló sus intestinos a conciencia y liberó de su cloaca el peso justo que necesitó para poder aprovechar a lo máximo la aerodinámica de su cuerpo y alcanzar a picotear a su adversario, ganando el cariño de aquella que lo enamoró con sus cantos mañaneros hace meses.

Randall desgastaba la suela de sus zapatos al caminar por un lado de la gigante catedral. Estaba a merced de la sombra de Simoné. A pesar de acolitar por muchos años en este sitio, no recordaba con claridad cada recoveco y lujo de detalle de este semejante monumento. Muchas imágenes difusas de él corriendo a través de este corredizo, por ganarle a la última campanada y cambiarse a tiempo su atuendo rojo, emergían atravesando sus sentimientos como con una aguja del tamaño de un cabello liberando sensaciones que se había olvidado recordar.

—Yo también me siento así. —Simoné dio media vuelta e introdujo sus dedos en el bolsillo de la camisa blanca.

—¿Eh? ¿Cómo?— Preguntó extrañado. Lo que él estaba reviviendo era muy personal, algo que no se manifestaba en sus expresiones corporales o faciales, es decir, ¿Acaso el chico leyó sus pensamientos?

—Como si fuéramos de nuevo unos niños presionados por llegar a tiempo. ¿No recuerdas? Siempre me dejabas a tus espaldas, tenía unas piernas tan cortas que parecía que cada paso que daba, tú me avanzabas diez.

—Claro, lo recuerdo. —Una mejilla se le jalaba hacía arriba provocando una diminuta sonrisa imposible de borrar—. Aún veo tu cara frustrada vagando por este pasillo.

—Ahora yo voy a la delantera. Agradece que no te dejé tirado rogando por un poco de oxígeno. —Extendió su mano con un pañuelo negro sacado desde el bolsillo de su camisa.

Randall no decidió recibir el pañuelo por inercia como lo haría naturalmente. El acto tan repentino de Simoné fue demasiado extraño.

—¿Hay una especie de imagen plasmada en ese pañuelo?

—¡No! ¡Ni Dios lo quiera! Que alguien te regale algo religioso es casi un pecado.

—¿Entonces?

—Límpiate esa asquerosidad pegada en tu zapato.

En las ramas de un árbol, se sacudían a picotazos, unas palomas que se enfrentaban en un duelo por el título de macho dominante.

—Creo que eso fue como una especie de bautizo, Randall.

El escuálido quitaba, con sumo cuidado, la mancha viscosa con ese trozo de la piel de vaca de su zapato, a la par que hacía una mueca incómoda ante los comentarios de Simoné.

—Sabes amigo, a mí también se me movieron fibras cuando volví aquí. Por eso veo tu cara tan desinhibida, no tiene tiempo de ni marcar facciones al quedar anonadada de tanto sentimiento, y me burlo de eso al compararla con la mía. Crees que esos sentimientos fueron solo de un niño viviendo una fantasía espiritual, pero cuando regresas, te das cuenta que este siempre fue tu camino; ya sabes, puede que no hayas regresado por la mejor vereda, pero cuando alcanzas a tu destino, eres como un niño de nuevo.

—Así que te alejaste después de que me fui ¿Por qué? —Randall lo dijo mientras baja y subía la cabeza para limpiar su zapato y dirigir la mirada hacía Simoné al mismo tiempo.

—A veces pierdes el camino y solo vuelves porque el exterior resultó ser peor que rezar.

—Eso quiere decir que no estas conforme en este lugar. —Atajó Randall mientras tiró el pañuelo negro embarrado en un tambo de basura cercano.

—Estaba dirás. Por eso mismo me adentré a investigar más a fondo de todo lo que tenga que ver con Dios e increíblemente quedé loco.

—¿Y ahora eres seminarista? —Lo dijo mientras barrió con su mirada, todo el obvio atuendo de seminarista de Simoné —. Espero que ejerzas bien tu futuro trabajo. Si logras ser sacerdote, sabes que tienes mucha influencia sobre la gente, suelen seguirlos como ciegos —lo dijo serio con un toque amargo y de crueldad en sus palabras.

El fiel seminarista dio otra media vuelta y se dispuso a continuar caminando sin emitir ninguna palabra.

Después de unos escasos pasos, llegaron a una larga puerta gris rectangular, puesta en la pared gótica de la instalación, con adornos metálicos en forma de flores.

Simoné dio tres pequeños golpecitos con sus delgados nudillos, y casi al instante, una señora con un rebozo blanco, de complexión pequeña y unas manos avejentadas, les saludó a ambos con una voz cálida y tenue. Randall creyó que era la misma que había visto durante la misa pero algo le decía que no, sin embargo no comprendía la razón.




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