Ingenuidad y Miedo
Otra vez, de nuevo a dar las miles de vueltas por la sala. Pensativo e inseguro y poco decidido sobre lo que iba a pasar. Su compañero esperaba afuera con cámara en mano y con una especie de actitud tipo paparazzi.
Pero Randall no tenía valor o más bien, no deseaba externarlo para motivar su cuerpo, salir por la puerta y acabar con esto de una vez por todas. Por momentos, un impulsivo sentimiento estúpido le ordenaba salir por la ventana y de un efímero golpe acabar con su existencia y hacerle compañía a su difunta hermana. Los múltiples claxon por parte de un Farías estresado a media calle, para persuadir al indeciso, fueron inútiles; solo ganó el disgusto de las vecinas.
En realidad no pensaba en nada concluyente. Solo le daba más vueltas a la situación tratando de encontrar una posible falla a todo esto. Las piernas se le tambaleaban de un lado a otro, imposible era caminar sobre una línea recta. Dudas incompletas abundaban es sus pensamientos y las llamadas callejeras de su compañero no se hacían consientes en su ser, como el cantico de cualquier ave por la mañana, sabe que existe, que se escucha pero no es lo suficiente para hacer girar su cuello.
—¡Te estoy pitando! —Farías irrumpió en el departamento abriendo de una patada la puerta con una cámara gigante profesional colgando de su regazo.
—He decidido que no iremos —desplomó su cuerpo en uno de los sillones de piel—. Es muy riesgoso y no quiero más problemas.
—El miedo no deberías tenerlo tú —dejó sobre la mesa la cámara de un gigante lente costoso con una profundidad parecida a la de un fondo de botella—. Todo el trabajo que vas a hacer es solo escabullirte, y cuando veas al depravado ese, le tomas la foto.
—No puedo —dijo seco. Se levantó, le regresó la cámara y empujó a su compañero directo a la salida apoyando su palma en el pecho sobre el abrigo de piel.
—Vamos —hizo a un lado la mano que le presionaba el pecho—. Creo que te estás dejando comer por el miedo, pero te lo aseguro que es peor dejarse comer por la impotencia.
—¡Claro que tengo miedo!
—El miedo se quita cuando te das cuenta que va mezclado de injusticia —agarró a Randall de su brazo y lo comenzó a arrastrar fuera del departamento—. Tarde, mañana o noche iré y ambos sabemos que me descubrirán. Necesito a alguien más y la única persona que me pude brindar ese apoyo eres solo tú.
Intentaba zafar su frágil brazo. Sentía que estaba siendo llevado directo a las llamas del infierno.
—Vete, prefiero ya dejar todo esto así. Si no me afecta no tengo porqué meter más mis narices.
—A mí sí me afecta —dio un profundo suspiro similar al de una aspiradora—. ¡No tienes ni la menor idea de cómo se siente tener ante tus pies la respuesta y la venganza de tus problemas al mismo tiempo! —Toda esta frase fue escupida en la cara cobarde de Randall—. Yo me hago responsable de todo.
—Déjame pensarlo —observó los números del despertador puesto en su recamara—. Es bastante temprano, son las nueve de la noche. Cuando fui, pasaban de las doce de la madrugada. Si vas ahora ni lo vas a encontrar.
—Dame otra copa de vino —lo soltó y ahora se sentó a esperar al inseguro amigo.
Los minutos marcaban un paso firme y Randall no dejaba de dar vueltas por todo el departamento. Mientras Farías degustaba de su bebida observando el retrato de su amor en la sala.
La extrañaba. Daría muchas cosas por volver a escuchar su terso y puro tono de voz. Era para él una delicia auditiva cuando ella contaba anécdotas. Recuerda cuando le habló de aquella famosa caída de Randall de una bicicleta. Esa vez, el escuálido estaba necio con montar una, y la única que estaba a su disposición era de su padre, pero para un niño de apenas diez años era una muy alta. Un día, tomó por sorpresa a toda su familia cuando lo vieron bajando de una colina a toda velocidad. Jennie le contó que Randall no tenía ninguna clase de miedo a pesar de que se iba a estampar en un auto estacionado. Se rompió un brazo a la vez que a su madre casi la mata de un infarto por el gran estruendo provocado por aquel choque.
Cuando Jennie le contaba esto a Farías, lo hacía entre unas indomables carcajadas. Decía que al recordar la cara de ingenuidad de su hermano y el poco temor que le tenía a la vida era lo suficiente para provocar su llanto por tanto reír, sobre todo cuando lo hacía frente a un Randall con medio brazo enyesado.
Ingenuidad y miedo. Esas dos palabras se repetían en su mente. Giraba la copa para apreciar los reflejos producidos por la luz que pegaban en el vino. Parecía mareadora la combinación entre las vueltas de Randall por todos los rincones del departamento y lo giros que daba el líquido.
—¿Quieres otra? —le acercó la botella completa y la colocó en la mesa de la sala. —Llevas casi dos horas con ese vino sin tomar. De seguro ya se oxidó o algo por el estilo.
—¿Me piensas emborrachar para que no vaya? —soltó una risa pícara cuando contempló el rostro frustrado de su compañero al notar que era cierto—. Tengo el hígado de acero. Recuerda que en la universidad me presentaba en los exámenes con copas de más y los pasaba sin problemas. Parece que no me conoces Randall —vació todo el vino dentro de boca y se lo pasó de una deglución—. De plano amigo. ¡Eres muy inge... —no terminó la frase. Limpió su sus labios, apretó las cejas y se acomodó su abrigo.
—Seré lo que quieras pero un impulsivo descerebrado no soy —quitó de la mesa la botella. El plan de alcoholizar a su compañero no iba a funcionar pero tampoco quería regalar ese vino fino y de alta calidad—. Necesito estar seguro de todo. Sobre todo si el plan proviene de alguien con tu mentalidad.
—Está bien. No es para que me ofendas —rascó su tupida barba. Esta próxima jugada podría colar—. Falta menos de una hora para que sean las doce de la mañana. No sé cuál sea tu decisión pero ya que estamos aquí te puedo explicar de una forma más gráfica como quiero hacer esto.
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Editado: 30.12.2020