Luke
La nueva sabe fingir sonrisas, he contado siete solo para mi y una docena para el resto de clientes. Ella no es feliz y esto lo he visto antes. Mujeres que vienen con maletas llenas de cicatrices y una sonrisa que no les llega a los ojos.
Pero esta tiene algo distinto. Se mueve como si llevara el mundo en los hombros… y aun así, camina recta. Como si aún no se hubiera rendido del todo.
Le doy un último sorbo al café, que no está mal. Ruby debió haberle dado el tutorial exprés sobre la destartalada cafetera y ella se ha adaptado a la perfección.
Cuando me habla, su voz tiene una amabilidad que no puedo devolverle. Porque si empiezo a hablarle bonito, mañana me veo devolviéndole la sonrisa. Y no. Ese no es mi mundo.
—No me gusta el azúcar —le repito cuando vuelve a acercarse. Ella parpadea, incómoda y se aleja. Bien. Que no se confíe.
Mientras espero a mi hermano y a Tom sigo cada uno de sus pasos. Veo de reojo cómo sale al salón. Se equivoca con la comanda, derrama un poco de leche, y aún así, nadie se queja. La señora Thompson le deja propina y eso ya es milagro. La niña con la que llegó, aparece un momento en la puerta de la oficina. Se aferra al marco, tímida. Tiene los mismos ojos tristes que la madre.
Aunque no es de extrañar, la muy irresponsable trajo a su hija pequeña a trabajar. En un horario en el que solo unos pocos estamos despiertos. La camarera se acerca a la niña y le dice algo en voz baja que esta acepta y vuelve al despacho.
Pobre niña…
La puerta se abre con esa campanilla chirriante que tanto odio y mil veces me ofrecí a cambiar. Caleb y Tom aparecen con esa energía mañanera que debería estar prohibida antes de las ocho.
Hablan fuerte, bromean entre ellos como si no fueran adultos responsables con horas de trabajo delante, y se sientan junto a mi sin invitación. como si no llevasen media hora de retraso.
—Te veo bien, hermano. — Caleb palmea mi espalda con fuerza.
—Parece más amargado que de costumbre, — se burla Tom, — deberíamos darle sedante para caballos, el tipo necesita relajarse.
Ambos estallan en una carcajada molesta al ver mi cara. Debo ser demasiado cómico, o ellos demasiado estúpido, pero sin duda es demasiado pronto para soportales.
—Buenos días, preciosa —saluda Caleb a la camarera cuando se acerca con una sonrisa.
“Preciosa.”
Ese maldito tono suave que arrastra con él desde que tenía diecisiete y se creía un galán de rodeo. Tom no tarda en imitarlo con otra sonrisa de esas que hacen que las mujeres piensen que vale la pena perder la cabeza. Ambos parecen críos de instituto cazando su próximo ligue.
—¿Nos traes dos cafés y lo que esté más caliente en la cocina? —añade él—. Con hambre, hasta el rancho se nos hace cuesta arriba.
Ella asiente. Sonríe. Claro que lo hace. A ellos les sonríe sin miedo.
Y yo… bueno, yo sólo bebo café.
Solo.
Negro.
Sin azúcar.
Sin palabras.
Mientras los escucho bromear con ella, veo de reojo cómo la niña vuelve a aparecer desde la oficina. Esta vez se acerca unos pasos. La madre la nota enseguida, le pone una mano suave en el hombro, y la guía de vuelta con una caricia. No hay regaño. Solo paciencia.
Y algo en mí se mueve.
No lo suficiente para cambiar el gesto. Pero sí para mirar dos segundos más de la cuenta. Siento lastima.
—¿Tú no vas a pedir nada más? —me pregunta Caleb, ya con media tostada en la mano.
—Ya tengo café. Es el segundo.
—Eso no cuenta como desayuno, Luke.
—Cuenta más que tus chistes —gruño.
Tom intenta ocultar la sonrisa tras su taza, pero es un idiota.
—Siempre tan simpático a estas horas.
No respondo. Porque no tengo ganas de justificarme, ni de dar explicaciones, ni mucho menos de dejar que alguien crea que me interesa algo más de lo que vine a buscar: silencio y cafeína.
Cuando terminan de desayunar, Caleb le dice algo más a la camarera. Ella se ríe con suavidad, y yo me limito a empujar mi silla hacia atrás, dejar un billete bajo la taza —uno grande, que cubre los tres cafés y mucho más— y salir sin mirar atrás.
No por vergüenza, por mi comportamiento. He sido demasiado cretino.
Y yo no vine para eso.