Samantha
Emma no ha parado de hablar desde que salimos de casa. Esta tan emocionada que parece haber comido una bolsa gigante de caramelos. La feria está llena de colores, música country, niños corriendo con manzanas acarameladas y hombres con sombreros más grandes que sus egos. Justo lo que esperaba de una feria de pueblo en esta parte del planeta.
—¿Crees que pueda subir a uno de esos caballos, mami? —pregunta Emma, abrazada a mi pierna mientras señala el pequeño corral.
—Podemos intentarlo. —Sonrío. Es la primera vez en mucho tiempo que la veo tan emocionada. — Primero debemos encontrar a quien se encarga de ellos y preguntar.
Me acerco a la fila de un pequeño puesto de bebidas para preguntar y poder cumplir el sueño de mi hija. Aun que mientras espero, no puedo evitar escuchar la conversación de dos mujeres junto a la pequeña barra.
—¿Ese es Luke Carter? —murmura una mujer rubia más a la derecha—. Tiene más tierra que Dios, pero no sabe cómo hablar con gente.
—Ni que lo digas. Una vez rocé su camioneta en el bar de Ruby, me ofrecí a pagar la reparación y solo me gruñó.
Desvío la mirada hacia donde ellas miran. Y allí está. Alto, recargado en una cerca, con las mangas subidas y el sombrero ocultándole medio rostro. Concentrado en los caballos.
Vuelvo a mi tarea de averiguar con quien debo hablar, todo mi ánimo me cae cuando el joven de la cantina improvisada señala al susodicho. Luke Carter.
Con un largo suspiro tomo la mano de Emma y con pasos pesados camino hacia él. Estoy preparada para su mal humor, pero espero que no sea grosero frente a mi hija.
—Hola —le digo sin acercarme demasiado.
Cuando el hombre me mira, juro que me descoloca por completo. Pasa de una mirada serena para los animales a un ceño fruncido para mí. Me sorprende más aun que vuelva a suavizarse cuando ve a mi hija.
—Hola. —responde, seco.
—Mi hija quiere montar. Nos preguntábamos si era posible subir a uno de los caballos.
Una vez más, mira a mi hija que vuelve a esconderse.
—Está bien.
—¿Hay que pagar o algo? Es nuestra primera feria y no sabemos cómo funciona.
—No. Hoy todo es gratis para los niños. —hace una pausa llamando a uno de los chicos con el que lo vi en el bar—. Si quiere, yo la ayudo a subir.
Emma lo escucha y se esconde un poco más tras de mí. Pero luego, con su vocecita dulce, dice:
—¿Esos caballos son tuyos?
Él asiente. No sonríe, pero sus ojos se suavizan aún más.
—Son buenos. Te gustarán.
Y antes de que pueda reaccionar, ya está levantando a mi hija con la facilidad con la que otros levantan una hoja sobre el caballo que su amigo le acerca. Emma sonríe desde lo alto y, por un segundo, me duele la garganta. No por tristeza… sino por todo lo que me estoy permitiendo sentir sin preocupaciones…