Luke
No soy bueno con las palabras. Ni con los niños. Ni con las emociones. Pero ahí estoy, viendo a Samantha reírse con la boca manchada de azúcar y a su hija abrazando un libro de gatos como si fuera un tesoro, y no puedo pensar en otra cosa más que en quedarme un rato más.
Un rato más con ellas.
Y eso me jode.
Porque los ratos se vuelven costumbre. Y las costumbres, necesidad. Y eso es justo lo que juré no volver a tener.
Sin olvidar que mi hermano esta esprando.
—¿Estás bien? —pregunta ella, notando que me he quedado callado.
Asiento. No le voy a soltar lo que pienso, pero tampoco me alejo. Me acomodo el sombrero y estiro las piernas bajo el banco. Emma se ha dormido entre nosotros. La cabeza apoyada en el regazo de su madre, los dedos todavía aferrados al libro.
—Se ha dormido rápido —digo, más para no quedarme en silencio que otra cosa.
Samantha baja la vista hacia ella, y su expresión cambia. Es... calma. Dulzura. Orgullo. Todo junto.
—Ha tenido un día largo. Le cuesta confiar en la gente, pero contigo... se ha sentido cómoda.
—No soy precisamente simpático.
—No —sonríe—, pero tienes algo. Y los niños lo notan.
No sé qué contestar a eso, así que la miro. No con descaro, ni con intención. Solo... la observo. La forma en que aparta un mechón de cabello del rostro. La línea suave de su mandíbula. Los pequeños lunares en su cuello.
Es bonita. Pero más que eso, tiene algo que hace que el mundo se calle cuando está cerca.
Y yo no quiero que se calle. Quiero entender qué es.
—¿Puedo preguntarte algo? —murmuro.
—Claro.
—¿Por qué viniste aquí?
La pregunta sale sola una vez más, me muero por tener la respuesta. No me esperaba que contestara. Pero lo hace.
—Porque necesitaba empezar de nuevo. Porque donde estábamos, no podíamos respirar. Ni Emma, ni yo.
—¿Por culpa del tipo?
Ella asiente. Mira hacia otro lado. No le gusta hablar de eso, y no la voy a presionar, pero se que hay mucho tras todas sus palabras.
—Te ves fuerte —añado—. Pero llevas algo encima. Lo noto.
—Todos cargamos algo, ¿no?
—Sí. Pero no todos siguen caminando.
Nuestros ojos se encuentran. Y en esa mirada hay algo más que agradecimiento. No lo quiero nombrar. No todavía. Pero está ahí.
Emma se mueve un poco, murmurando entre sueños. Samantha la acomoda y se levanta con cuidado. Yo hago lo mismo, por reflejo. Caminamos juntos hasta su auto. Ella coloca a su hija en el asiento trasero con la delicadeza de quien ha aprendido a hacerlo todo sola.
—Gracias por venir con nosotras hoy —dice, cerrando la puerta.
—No lo hice por educación.
Ella parpadea. Me acerco un poco más, pero no demasiado.
—Lo hice porque quise. Porque me gusta verte caminar por esas calles como si las hubieras pisado siempre. Porque me gusta cómo hablas con tu hija. Y porque cuando sonríes, me dan ganas de volver a sonreír yo también.
No sé qué diantres me pasa. No hablo así. No soy así.
Pero con ella, las palabras salen solas. Como si hubieran estado ahí desde siempre.
—Luke...
—No hace falta que digas nada —interrumpo—. Solo... quería que lo supieras.
Se queda quieta, mirándome como si estuviera decidiendo algo muy importante.
—¿Puedo invitarte a un café algún día? —pregunta entonces.
Esa pregunta. De alguien como Samantha, vale más que un beso.
—Sí —respondo—. Me encantaría.
Ella sonríe. De esas sonrisas lentas, sinceras, que te agarran del pecho. Me despido con un gesto, y mientras sube al auto y se aleja por la calle de tierra, me doy cuenta de algo que no quiero aceptar del todo.
Estoy metido hasta el cuello.
Y no me molesta.