Luke
Por la tarde, cuando las llevo a casa, Emma me pide que me quede “cinco minutos más”. Samantha no dice nada, pero abre la puerta como si estuviera bien. Como si esperara que aceptara.
Pero la parte más arisca de mi decide quedarse en el porche mientras Emma trae todas sus muñecas para que pueda conocerlas. Samantha prepara dos tazas de café sin preguntar y me da una.
—Estás en silencio —dijo, apoyándose en la baranda a mi lado.
—Es mi estado natural.
—Hoy es distinto.
La miro. Ella me sostiene la mirada sin miedo. O al menos, sin tanto miedo como antes.
—Solo pensaba en lo rápido que se acostumbra uno a las cosas buenas —digo.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Depende de si se quedan —respondo, con más sinceridad de la que pretendía.
Samantha baja la mirada, pero no se aleja. No cambia de tema. Solo respira hondo.
—Yo tampoco quiero que se acabe —confiesa por fin.
Y juro que nunca unas palabras tan simples me hicieron sentir tanto.
Me gustaría besarla ahora. No es momento. Pero dejo mi mano cerca de la suya en la baranda, y ella la roza con los dedos como quien da un paso sin darse cuenta.
Me quedo hasta que Emma vuelve a aparecer con un libro bajo el brazo y un:
—Luke, ¿me lees antes de irte? Al caballo de mi libro le queda mejor tu voz que la de mamá.
Y lo hago.
Y lo haría cada noche, si me dejaran solo porque adoro a esta niña.
Para cuando vuelvo a casa mi ánimo no es el mejor, decido tomar algo de bebida e ir fuera, mi hogar me asfixia. La noche se ha vuelto más fría de lo que esperaba. El crujido de la madera bajo mis botas es lo único que rompe el silencio. Me siento en el porche con una cerveza en la mano, los codos apoyados en las rodillas y la vista fija en la nada.
Caleb se acerca sin hacer ruido. Como siempre. Cree que si no habla en cinco pasos, puede meterse en conversaciones que nadie pidió.
—¿La cerveza es solo para uno? —pregunta, apoyándose en la baranda.
Le lanzo otra sin mirar. Él la atrapa como si lo hubiéramos ensayado.
—Gracias, hermano. Qué considerado —masculla con sorna antes de sentarse a mi lado.
Bebemos en silencio por un rato. No porque sea cómodo, sino porque ambos sabemos que lo incómodo vendrá después.
—¿Quieres que lo diga yo o prefieres admitirlo tú?
—No tengo idea de qué hablas.
—No seas imbécil, Luke. Estás jodido. Muy jodido.
Lo miro de reojo. Pasaste el dio con esa sonrisa contenida, como si se divirtiera viendo cómo me resisto a lo evidente.
—No estoy jodido —respondo.
—Te quedas más tiempo en el pueblo. Preguntas por ella sin preguntar. Emma te cae bien, aunque actúes como si te diera urticaria cada vez que te sonríe. Y hoy... —se ríe—, hoy limpiaste las sillas del granero antes de que llegaran.
—Había polvo.
—Había polvo desde hace tres años y no te molestó hasta que Samantha dijo que le gustaban las vistas desde ahí.
Le doy un trago largo a la cerveza.
—Es buena gente —murmuro.
—Sí. Y tú no sabes qué hacer con eso.
Me quedo en silencio. Él también.
La noche se espesa. El canto de los grillos se cuela por los huecos del porche. Me obligo a mirar hacia adelante, pero siento su mirada.
—¿Sabes qué creo? —dice al fin—. Que en el fondo, te da miedo que alguien se quede.
Aprieto la mandíbula.
—No es miedo.
—¿Entonces qué es?
—Es... —respiro hondo—. Es saber que cuando alguien se queda, también puede irse. Y cuando se va, no siempre te avisa. Ni se despide. A veces simplemente te deja ahí, con todas las cosas que nunca dijiste y las que te tragaste porque creías que no importaban.
Caleb se queda quieto. Me deja hablar. Él sí sabe cuándo no interrumpir.
—Ella me dejó una carta —añado, bajando la voz—. Dos líneas. “No supe cómo decírtelo. Lo nuestro me ahogaba.” Y ya. Después de tres años. Después de todo. Con la boda en camino…
—¿Y tú?
—Yo me quedé esperándola tres días antes de entender que no volvía.
Y después… juré no volver a esperar nada de nadie.
Caleb asiente despacio.
—Así que ahora crees que si Samantha se queda, también va a irse.
—No creo. Sé que podría.
Y no sé si esta vez lo aguantaría igual.
Guarda silencio. Termina su cerveza. Me da una palmada en la pierna antes de levantarse.
—Pues entonces ya estás jodido, hermano. Porque la forma en que la miras... eso no se mira si no quieres quedarte también.
Y se va. Me deja ahí, con la noche, el crujido de la madera y ese nudo en el pecho que no se afloja.
Porque tiene razón.
Estoy jodido.
Y esta vez, no tengo a quién culpar más que a mí.