Samantha
Luke leyó con Emma mirándole embelesada. Su voz fue grave, pausada, como si estuviera narrando el final de un día perfecto. No exagero si digo que no recordaba la última vez que alguien leyó algo en voz alta en mi casa que no fuera una factura.
Me quedé en el marco de la puerta, observando. El momento era para mi hija, ese hombre esta siendo mas figura paterna para ella que su verdadero padre.
La forma en que la voz de Luke se suavizaba al final de cada frase… Hizo que empezara a imaginarlo aquí. No solo de paso. No como visita. Sino como parte del paisaje de nuestras vidas.
Para cuando termino, mi hija corrió dentro diciendo que tiene que prepararse para el baño. Quedarnos solos ya no me resultaba extraño, ahora lo quiero
—Gracias por hacerlo —añadí.
—No tienes que agradecerme por querer estar.
No supe qué responder. Así que solo asentí y caminé de regreso a la cocina. Él me siguió, pero no se sentó. En vez de eso, apoyó una mano en el respaldo de la silla y me miró con esa expresión suya, directa y sin adornos.
—¿Te sientes bien aquí?
No era una pregunta sobre la tarde, ni sobre la cena. Era más grande que eso. Más seria.
—Sí —respondí, después de un segundo.
—¿Y te quedarías?
—¿Te refieres a esta noche?
—No. Me refiero a si te quedarías de verdad. En el pueblo. En esta vida.
Mi corazón latió más fuerte. No de miedo. De sorpresa.
Porque por primera vez, esa pregunta no dolía. No pesaba. No era una amenaza de algo que podía salir mal. Era una invitación.
—No lo sé aún —dije, sincera—. Pero por primera vez… quiero pensarlo.
Él asintió. Como si eso le bastara.
Y tal vez sí. Tal vez, por ahora, eso era suficiente. Con asentimiento y una corta despedida, dejó mi casa.
Esa noche, cuando se fue, no cerré la puerta con llave. No por descuido. Sino porque sentí que no hacía falta.
Mi hija dormía con su libro apretado al pecho. Yo me acosté junto a ella, respirando su perfume a shampoo barato y galletas dulces. Cerré los ojos.
Y me permití soñar con una vida que no se sintiera prestada.
Una vida donde Luke estuviera en la cocina leyendo el periódico. Donde Emma le pidiera que le arreglara la bicicleta. Donde yo no tuviera que revisar mi teléfono cada diez minutos esperando que alguien del pasado viniera a reclamarme el futuro.
Una vida en la que por fin, no sintiera que debía pedir permiso para ser feliz.