Samantha
Nunca me consideré una mujer que se enamora fácil.
De niña creí que el amor era una recompensa, no un derecho.
Y de adulta, pensé que el amor dolía más de lo que sanaba.
Pero ahora… estoy aquí.
De pie en la cocina del bar de Ruby, con una taza de té en las manos y un nudo en la garganta que ya no puedo tragarme.
—¿Estás bien? —pregunta Ruby, con mirada analítica. — Tienes mal aspecto.
—No lo sé —respondo.
Y después, lo digo.
—Creo que me he enamorado de tu Luke.
Ruby no se inmuta. Deja su cuchara sobre el borde del cuenco, se limpia las manos en el delantal y apoya sus caderas en el borde de la encimera.
—¿“Crees”?
—Estoy segura —corrijo, bajando la mirada—. Solo… no pensé que iba a pasarme. Y menos aquí.
—¿Y por qué no aquí?
—Porque vine huyendo. Porque tengo una hija. Porque estoy cansada de que el mundo me diga que no tengo derecho a empezar de nuevo.
Ruby toma mi mano con la suya, áspera pero firme, a pesar de esa elegante y larga manicura.
—Sam, lo que estás construyendo aquí no es una huida. Es una decisión.
Asiento. Porque sé que tiene razón.
—¿Él lo sabe?
—Lo intuye. Pero no lo he dicho. Ni siquiera a mí misma hasta ahora.
—Bueno, ya lo hiciste. —Me sonríe con esa ternura suya que no empalaga—. Y por lo que vale, no eres la única que se ha enamorado.
Mi pecho se aprieta.
—¿Tú crees que…?
— Lo conozco desde hace años, soy de sus pocas amigas. Sé cuándo está dejando entrar a alguien. Sé cómo camina cuando está enamorado.
Suelto el aire.
Y con él, suelto también el miedo.
—Solo no seas dura con él, puede costarle un poco después de todo.
Cuando regreso a casa, Emma está dibujando. Un caballo, una niña, y una figura alta con sombrero. Los colores se mezclan torpemente, pero la escena es clara.
—¿Quién es ese? —pregunto, señalando al hombre del dibujo.
—Luke. Caleb dijo que somos su familia de mentiras.
Me detengo.
—¿Familia de mentiras?
—Sí. Porque todavía no vivimos juntos ni nada. Pero yo sabe que nos quiere.
La miro. Y no sé si reír o llorar.