Isabela caminaba lentamente, sus pies descalzos hundiéndose en el polvo caliente que cubría la tierra roja de la plantación. El sol, aún implacable, golpeaba su piel expuesta, como si el propio cielo quisiera castigarla por el crimen que sus padres habían cometido: haber nacido. El aire olía a tierra y sudor, y el dolor de la pérdida le quemaba el pecho con una intensidad insoportable. No podía entender por qué el destino le había arrebatado todo tan rápido, ni por qué el color de su piel la condenaba a vivir una vida marcada por el desprecio y el sufrimiento.
Los hombres la arrastraban hacia el interior de la plantación, sin importar que ella luchara, que intentara escabullirse o que se aferrara al último vestigio de dignidad que le quedaba. La habían despojado de todo, incluso de sus lágrimas, pues le decían que no debía llorar por lo que ya no podía cambiar.
Isabela no entendía cómo el mundo podía seguir girando mientras su vida se desplomaba ante ella. Miraba a su alrededor, viendo las casas de los esclavos, las chozas humildes y la figura temblorosa de sus compañeros, que en su mayoría se dedicaban al cultivo de caña, algodón y tabaco. La tierra de la plantación parecía no tener fin, y la vastedad del lugar le hacía sentir más pequeña, más insignificante.
Fue entonces cuando sus ojos se cruzaron con los de una mujer que, desde lo lejos, la observaba con una mezcla de compasión y tristeza. La mujer tenía el cabello largo, oscuro y trenzado en un elaborado peinado que caía sobre su espalda. Su rostro, marcado por las huellas de los años de trabajo duro, llevaba una expresión que Isabela no podría olvidar: una mezcla de fortaleza y dolor, como si también hubiera conocido la pérdida.
"Ven aquí, niña", dijo la mujer, acercándose con pasos firmes, pero llenos de calma. "No temas. Te protegeré."
Isabela apenas podía reaccionar. Estaba demasiado agotada para luchar más. Cuando la mujer la tomó de la mano, un destello de esperanza, tan débil como una chispa en la oscuridad, recorrió su cuerpo. Sabía que la mujer no podía quitarle el dolor que sentía, pero al menos no estaría sola.
La mujer la llevó a una pequeña choza, donde un grupo de esclavos trabajaba y vivía. "Esta es tu nueva casa", le dijo, mirando a su alrededor. La choza era sencilla, con paredes de madera envejecida y un techo de palma que cubría a la familia de esclavos que vivía allí. Había una cama improvisada en un rincón, un pequeño fogón donde cocinaban, y una mesa de madera donde compartían las escasas provisiones.
"Mi nombre es Mamá Lula", dijo la mujer, sonriéndole con ternura. "Y estos son mis hijos, Jamal, Clara y Rosa. Somos una familia, aunque no por sangre. Aquí, todos somos familia, niña. Y en esta casa, nunca serás invisible."
Isabela observó a los otros miembros de la familia. Jamal era un hombre alto y fuerte, sus músculos endurecidos por los años de trabajo en el campo. Clara, una joven de unos 18 años, tenía la piel tan oscura como la noche, pero sus ojos brillaban con una dulzura que hacía que Isabela se sintiera segura, como si estuviera en casa por fin. Rosa, la más pequeña, no tenía más de 7 años, pero ya mostraba la chispa de alguien que estaba aprendiendo a ser fuerte, como sus hermanos mayores.
"Te daremos lo que tenemos", continuó Mamá Lula mientras la guiaba hacia la cama. "Nosotros sabemos lo que es perder a alguien, así que, aunque no podemos traerte a tus padres de vuelta, te damos lo que tenemos: amor y cuidado."
Isabela se dejó caer en la cama improvisada, agotada física y emocionalmente. Cerró los ojos, pero las lágrimas seguían fluyendo sin cesar. Mamá Lula se sentó a su lado y la acarició el cabello, como una madre cariñosa que veía el dolor en los ojos de la niña.
"Los blancos pueden quitarnos nuestras vidas, pero no pueden robarnos lo que llevamos dentro, niña", dijo Mamá Lula con firmeza. "El amor y la esperanza viven dentro de nosotros, incluso cuando todo parece perdido."
Aunque las palabras de Mamá Lula fueron amables, Isabela no podía creer en ellas. ¿Cómo podía alguien seguir adelante cuando todo lo que amaba se había desvanecido? ¿Cómo podía encontrar esperanza en un mundo que la había dejado sin nada?
Pero en la calidez de esa choza, rodeada por aquellos que compartían su dolor, Isabela comenzó a comprender algo que nunca antes había conocido: la fuerza de la comunidad. Mamá Lula, Jamal, Clara y Rosa no eran su familia por la sangre, sino por la voluntad de cuidarse unos a otros, de amarse a pesar de las circunstancias. Ellos le ofrecieron un lugar donde, aunque el dolor nunca desaparecería, el amor era lo único que podía aliviar las heridas del alma.
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Editado: 02.04.2025