Raíces Prohibidas

Capítulo 5: La voz que nunca callará

El dolor era insoportable. Cada latigazo había dejado su huella en la piel de Isabela, una marca ardiente que le recordaba lo que significaba ser esclava.

Pero más que el dolor físico, lo que la atormentaba era la impotencia.

Esa noche, después del castigo, Mamá Lula la llevó con cuidado hasta su pequeña cabaña. Sus manos arrugadas y cálidas le limpiaban las heridas con un paño húmedo mientras murmuraba oraciones en voz baja.

—Duele, niña, lo sé… —susurró, con una tristeza profunda en sus ojos cansados—. Pero el dolor nos recuerda que seguimos vivas.

Isabela tenía los labios apretados, su mirada perdida en la madera vieja del techo.

—¿Para qué? —murmuró, con la voz quebrada—. ¿Para seguir sufriendo?

Mamá Lula suspiró, dejando el paño a un lado. Con su mano temblorosa, acarició el rostro de Isabela, obligándola a mirarla a los ojos.

—Para seguir luchando.

Isabela sintió un nudo en la garganta.

—¿Luchar para qué? ¿Para seguir siendo esclavos? Nos golpean, nos tratan peor que a los animales… no somos más que sombras en esta tierra.

Mamá Lula negó con la cabeza.

—No, niña. Somos más que eso. Nos pueden encadenar el cuerpo, pero nunca el alma. Nos pueden robar la libertad, pero nunca la esperanza.

Las lágrimas rodaron por las mejillas de Isabela.

—Yo no tengo esperanza, Mamá Lula.

La anciana le tomó las manos con firmeza.

—Sí la tienes, niña. Está en tu voz, en la manera en que cantas y bailas. En cada nota que sale de tus labios, en cada paso que das… ahí está nuestra libertad.

Isabela bajó la mirada, sintiendo su corazón latir con fuerza.

—Pero me castigaron por eso… por cantar… por bailar…

—Y lo volverán a hacer —admitió Mamá Lula, sin suavizar la verdad—. Pero escúchame bien, Isabela… nunca dejes que te apaguen. No importa cuánto te castiguen, no importa cuánto intenten hacerte olvidar quién eres. La música es tuya, niña. Es nuestra. Y mientras puedas cantar, mientras puedas bailar, nunca serás realmente esclava.

La joven dejó escapar un sollozo y se aferró a la anciana como si fuera su última ancla en el mundo.

Mamá Lula la abrazó con fuerza, como una madre abrazando a su hija.

—Canta, niña. Canta siempre. Porque cuando cantamos, seguimos siendo libres.

Esa noche, a pesar del dolor, a pesar de las heridas, Isabela cerró los ojos y susurró una melodía. Su voz era débil, pero estaba ahí. Viva. Fuerte. Inquebrantable.

Y en la oscuridad de la plantación, donde solo el viento era testigo, Isabela prometió que nunca dejaría de cantar.




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