Raíces Prohibidas

Capítulo 7: El río y la decisión

El sol del mediodía brillaba con fuerza sobre el río, haciendo que el agua destellara como si estuviera cubierta de cristales. Isabela, con los pies hundidos en la corriente, frotaba la tela de una camisa contra una roca. Sus manos, curtidas por el trabajo, seguían el movimiento automático que había aprendido con los años.

A su alrededor, el murmullo del agua y el canto lejano de los pájaros creaban una melodía tranquila. Era uno de los pocos momentos del día en que podía respirar sin sentir el peso de las cadenas invisibles.

Hasta que un grito desgarró la paz.

—¡AUXILIO! ¡AUXILIOOOO!

El grito era desesperado, ahogado, mezclado con el sonido de chapoteos violentos.

Isabela levantó la vista y su cuerpo se tensó al instante.

A unos metros de distancia, un niño se debatía contra la corriente. Su cabeza apenas lograba salir a la superficie antes de hundirse nuevamente. El agua lo arrastraba con fuerza, y su voz se apagaba poco a poco.

Pero lo que hizo que Isabela se quedara inmóvil no fue el peligro en sí… sino quién era la víctima.

Edward Lancaster.

El hijo de los dueños de la plantación.

El niño blanco al que todos debían obedecer.

Isabela sintió su corazón latir con fuerza.

Podría dejarlo ahí.

Podría verlo hundirse y desaparecer bajo el agua.

Podría dejar que el río hiciera justicia.

Su respiración se aceleró, su mente se llenó con las imágenes de los castigos, de las marcas en la espalda de su gente, de los gritos de aquellos que ya no estaban.

Sus propios padres habían muerto por la crueldad de los blancos.

¿Por qué salvar a uno de ellos?

Pero su conciencia la golpeó con brutalidad.

No importaba quién era él.

Era solo un niño.

Y estaba muriendo.

—Maldición… —susurró antes de lanzarse al agua.

La corriente la golpeó con fuerza, pero Isabela nadó con determinación, estirando los brazos hasta alcanzar al niño. Sus manos lo agarraron con fuerza por debajo de los brazos y lo giró para que su rostro saliera a la superficie.

—¡Respira, idiota! —gruñó, nadando con todas sus fuerzas hasta la orilla.

Con un último esfuerzo, logró arrastrarlo fuera del agua. El cuerpo del niño estaba flácido, su piel pálida y sus labios azulados.

Isabela sintió el pánico apoderarse de ella.

—¡No me hagas arrepentirme de salvarte!

Se inclinó sobre él y, sin dudarlo, presionó sus manos sobre su pecho, contando en su cabeza. Luego, acercó su boca a la de él y le pasó aire.

—Vamos… respira.

Repitió el proceso una y otra vez hasta que, de repente, el niño tosió con violencia, expulsando el agua.

—Eso es… respira —susurró Isabela, sintiendo el alivio recorrer su cuerpo.

Pero no tuvo tiempo de relajarse.

Unos pasos apresurados y voces furiosas la hicieron girar la cabeza.

Los guardias de la plantación llegaron corriendo, con los rostros desencajados. Y cuando vieron a Isabela encima de Edward, su expresión se transformó en pura ira.

—¡¿Qué demonios estás haciendo?! —rugió uno de ellos.

Isabela ni siquiera tuvo oportunidad de explicar.

Un fuerte golpe la lanzó de espaldas y el peso de un hombre cayó sobre ella.

—¡Intentó matarlo! —gritó otro guardia.

—¡No! ¡Yo lo salvé! —intentó decir, pero una bofetada la silenció.

El mundo le dio vueltas.

Apenas pudo ver cómo otros levantaban a Edward y lo alejaban de allí.

—Maldita mestiza… te enseñaremos a no tocar lo que no es tuyo.

La tomaron del brazo y la arrastraron sin piedad.

El alivio de haber salvado una vida desapareció en un instante.

Porque en este mundo, no importaba lo que hiciera.

Siempre sería culpable.




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