Raíces Prohibidas

Capítulo 10: La Canción de la Resistencia

El sol aún no se había elevado por completo, pero el calor ya se sentía en el aire espeso de la plantación. Los esclavos trabajaban en silencio, moviéndose en un ritmo lento y constante, atrapados entre la desesperanza y la necesidad de sobrevivir un día más.

Isabela, con sus manos callosas, se encontraba lavando la ropa en la orilla del río, junto a algunos otros esclavos. Mamá Lula, siempre cerca, le ayudaba con los bultos de ropa, mientras los niños jugaban a un costado, intentando ignorar la dureza del mundo que les había tocado vivir.

A pesar de todo, el alma de Isabela no podía ser domesticada. A menudo se la podía ver cantando, su voz suave al principio, pero con una fuerza que, aunque nadie lo notara, llenaba el aire y rompía el silencio de la plantación.

Hoy, la canción era diferente.

Era una canción que su madre le cantaba cuando pequeña, una canción sobre la valentía de los hombres y mujeres que, aunque nacieron para ser esclavos, nunca perdieron la lucha por la libertad.

Con la melodía fluyendo suavemente, su voz comenzó a elevarse entre el murmullo del agua y el susurro de las hojas.

"Somos fuertes, somos uno,
a través de la tormenta, siempre juntos,
somos raíces, no caemos,
nuestra sangre no se olvida…"

Los otros esclavos, al escucharla, comenzaron a unirse lentamente. Primero fue Mamá Lula, luego un par de mujeres mayores, y finalmente, los hombres que trabajaban a su lado.

El ritmo del canto se volvió más firme, más lleno de vida. Cada palabra resonaba con fuerza, con el poder de generaciones que habían resistido en silencio, que habían soportado el peso de siglos de opresión.

A lo lejos, entre los árboles, Edward escuchaba en silencio, oculto entre las sombras. Su rostro mostraba una expresión de sorpresa y confusión. Nadie le había contado sobre esas canciones. Nadie le había hablado de la resistencia silenciosa de los esclavos, de la forma en que su dolor y sufrimiento se convertían en música que desbordaba todo.

Su corazón latía más rápido con cada palabra que Isabela cantaba. Había algo en su voz, algo que le tocaba profundamente, que le hablaba más allá de las barreras de color y raza que su familia le había impuesto.

La escena cambió.

Ahora Isabela ya no era una niña de trece años. Habían pasado dos años, y la joven que había comenzado a cantar aquella melodía ya no era la misma.

Su cuerpo se había alzado, su figura ahora firme y decidida, y la voz que antes era suave, ahora era un rugido, una fuerza indomable.

En el mismo lugar, junto al río, su voz resonaba como una tormenta. Los demás esclavos seguían su canto, sus voces unidas en un solo grito de resistencia, mientras las olas del río chocaban contra las piedras y la tierra, como si el mundo entero respondiera a su llamado.

"No somos olvido, somos leyenda,
la lucha no cesa, la esperanza no muere,
aunque nos quiten todo, aún seremos libres,
somos el futuro, somos la luz…"

Edward, que en el pasado había sido un joven incapaz de ver más allá de las enseñanzas de su familia, se encontraba de nuevo observando. Esta vez no escondido, sino parado frente a ella, a unos pocos pasos.

Sus ojos se encontraban con los de Isabela, y aunque la distancia física entre ellos seguía siendo grande, algo en el aire cambió. No hubo palabras, solo la fuerza de la mirada de él, de aquel joven que ya no era el mismo. La sombra de la duda había caído sobre él, y en ese instante, miró a Isabela con un respeto profundo, algo que jamás había sentido hacia un esclavo.

Isabela, sin perder el ritmo, lo vio. Pero no se detuvo. No le dio la satisfacción de su atención, no le mostró debilidad. Ella cantaba porque lo necesitaba, porque su alma necesitaba resistir. La lucha no era solo contra los blancos, sino contra la desesperación de vivir sin esperanza.

Y así, mientras ella cantaba, la música y las voces de todos los esclavos se fundieron en una sola, y la planta de algodón, las casas de los amos, el campo donde los hombres y mujeres trabajaban sin descanso… todo se llenó de una vibración que solo los verdaderos luchadores pueden entender: el grito de aquellos que sobreviven, el eco de los que nunca se rinden.

Edward, aún en silencio, observando a Isabela. Algo había cambiado dentro de él. Ya no veía la esclava, ya no veía una "mujer de su raza". Ahora solo veía a una joven con una fuerza de voluntad que podría hacerle temblar el mundo. Y por primera vez, deseó ser parte de esa fuerza, no de la opresión.

Pero no dijo nada. Solo se quedó allí, en silencio, mientras la canción se desvanecía en el viento.




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