Era una mañana calurosa en la plantación. El sol caía pesado sobre las tierras, pero en la cocina, la atmósfera estaba impregnada de un calor diferente: el de los aromas que se mezclaban en el aire, el de las hierbas frescas y los ingredientes que se unían en platos exquisitos. Sin embargo, la tensión estaba al acecho, como siempre lo estaba en esos espacios donde los esclavos debían mostrarse invisibles ante los ojos de los blancos.
Isabela estaba en la cocina, aunque no era un lugar donde quisiera estar. Sabía que la odiaban, que la miraban como si su sola presencia les fuera incómoda. Pero, a pesar de todo, ella seguía siendo la mejor en lo que hacía. Nadie sabía cocinar como ella. Nadie podía replicar la magia que ella infundía en cada plato.
Aunque los patrones jamás lo admitirían, Isabela era la única que podía hacer que las recetas más sencillas de la cocina se convirtieran en manjares. Tenía una habilidad que nadie más poseía. Su toque era único, su forma de mezclar los ingredientes era algo casi celestial. Había aprendido a cocinar desde pequeña, viendo a las otras mujeres de la plantación, pero su talento no se limitaba a lo aprendido. En su alma había algo especial, algo que la comida, como una extensión de su ser, no podía dejar de reflejar.
Hoy no era un día cualquiera. La finca se había llenado de agitación, pues unos condes extranjeros llegaban para inspeccionar las plantaciones y disfrutar de la hospitalidad de los dueños. Los másqueses, que regían la finca, necesitaban que todo fuera perfecto, y, aunque no lo dijeran abiertamente, Isabela era la clave para que todo fuera un éxito.
A pesar de que los condes llegarían en pocas horas, el caos aún reinaba en la cocina. Los sirvientes se movían de un lado a otro, algunos afanados en la preparación de los postres, otros en los cortes de carne, mientras Isabela, como siempre, se mantenía tranquila en medio del alboroto. Su concentración era absoluta, sus manos trabajaban con destreza, y su rostro, aunque cansado, reflejaba una serenidad casi irreal.
"Isabela, ¿dónde está el pan de maíz? ¡Apúrate!" - la voz de una de las sirvientas la sacó de su ensueño momentáneo.
Isabela no respondió. En lugar de eso, caminó lentamente hacia el horno, donde las piezas de pan de maíz se cocían a la perfección. Sus ojos brillaban por un instante, como si encontrara consuelo en la cocina, en el proceso de preparar algo delicioso a pesar de las circunstancias. Su mente, en su mayoría, se encontraba distante, atrapada entre las memorias de su familia perdida, pero la cocina era su refugio. Aquí no había racismo, ni miradas despectivas. La cocina le ofrecía algo que nada más en este mundo le podía ofrecer: control sobre su destino, aunque fuera por un corto tiempo.
Mientras ella continuaba, los condes llegaron a la finca, escoltados por los hombres de los patrones. Los caballos resonaban sobre el camino de tierra, y los sirvientes rápidamente comenzaron a alistar todo para su recibimiento. Los esclavos, en su mayoría, continuaban con sus tareas bajo la atenta mirada de los guardias. Isabela, sin embargo, no estaba en el recibimiento, no era su lugar. Ella estaba confinada a la cocina, como siempre, alejada de las ceremonias y de las sonrisas falsas que la rodeaban.
Pero hoy, aunque no lo sabía, su destino estaba por cruzar con el de aquellos hombres de alto rango.
Los condes, al llegar a la casa principal, fueron conducidos a una mesa decorada con delicadeza, rodeada de los mejores utensilios y manteles que la familia podía permitirse. Mientras tanto, en la cocina, Isabela daba los últimos toques al plato principal: una carne de cerdo perfectamente asada, acompañada de una salsa de hierbas finas y una selección de vegetales frescos de la huerta.
El aroma de la comida comenzó a invadir la finca. El perfume de los platos flotaba en el aire, atrayendo la atención de todos, incluso de los condes, que no podían evitar mirar hacia la cocina desde sus asientos. El más joven de los condes, un hombre de mirada afilada y porte elegante, se inclinó hacia su acompañante, murmurando algo que, aunque no fue escuchado, hizo que una sonrisa apareciera en sus labios.
"Parece que la comida aquí tiene una fragancia única..." - comentó, con tono intrigado.
"Seguro, son las famosas plantaciones, pero hay algo más que se nota en el aire... ¿Tú lo notas?" - respondió el otro conde, también curioso, mientras ambos se giraban hacia el servicio.
Isabela, ajena a sus palabras, seguía trabajando sin detenerse. Con un último suspiro de satisfacción, retiró el plato del fuego y lo dejó enfriar un poco antes de servirlo.
Pronto, un sirviente se acercó a la cocina y le hizo una señal con la cabeza. Isabela, sin cambiar su expresión, asintió. Era la señal de que debía llevar los platos a la mesa de los condes.
Mientras ella cruzaba el umbral de la cocina con el plato en las manos, no pudo evitar notar que los condes, al verla, se miraban entre ellos, evaluándola. Los ojos de uno de ellos se clavaron en su rostro, y por un breve momento, se encontraron sus miradas. Isabela, como siempre, no se dejó intimidar, y con una sonrisa que no era completamente amigable, dejó el plato sobre la mesa, donde los condes se sentaron expectantes.
"Este es un regalo de nuestra mejor cocinera", dijo el sirviente. "Isabela, la joven que preparó esta comida."
Isabela se retiró lentamente, pero no sin antes escuchar la voz suave del conde más joven, quien le murmuró algo que no alcanzó a entender por completo, pero que, en su alma, resonó.
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Editado: 12.04.2025