La tarde se había desvanecido lentamente en la finca, y los aromas de los platillos servidos habían dejado una estela cálida que flotaba en el aire. La cena ya había terminado, pero en la cocina, el trabajo de Isabela no había hecho más que comenzar. Los condes se retiraron a sus habitaciones, satisfechos, pero el momento más esperado por todos los sirvientes y trabajadores de la plantación estaba por llegar: el postre. Y nadie, absolutamente nadie, sabía hacer postres como ella.
Isabela se encontraba en la cocina, su lugar sagrado. El calor de la cocina ya no era un problema para ella; lo había aceptado como una parte de su mundo. Con una sonrisa tranquila, comenzó a reunir los ingredientes: harina fresca, mantequilla, azúcar moreno, chocolate amargo, frutos secos, y una mezcla de flores secas recogidas de los jardines de la finca. Lo que más amaba era experimentar con sabores y texturas. Su mente volaba mientras buscaba nuevas combinaciones que sorprendieran a todos, creando postres que reflejaban no solo su destreza, sino también un pedazo de su alma.
Su pequeño cuaderno, lleno de recetas escritas a mano, descansaba sobre la mesa de madera junto a un pequeño jarrón de flores secas. Mientras revisaba sus notas, murmuró suavemente una melodía. La misma melodía que cantaba cada vez que horneaba, como si cada palabra y cada acorde le dieran un toque especial a la masa que estaba amasando.
"Dulce es la luna que se esconde,
y dulce es el viento que me nombra,
en cada bocado, en cada trozo,
se esconde mi amor, mi fe y mi voz."
Los ingredientes se unieron bajo sus manos expertas. Mezclaba la masa con suavidad, trabajando con una precisión que solo los años de práctica le habían dado. Entre un batido y otro, comenzó a formar las pequeñas bolitas de masa que, al ser horneadas, se convertirían en sus famosas galletas. Algunas serían de chocolate y nuez, otras de frutos rojos, algunas con un toque de flores comestibles y hierbas aromáticas, todas con sabores que casi parecían tener vida propia.
El olor empezó a llenar la cocina, y luego, lentamente, comenzó a extenderse hacia todo el complejo de la finca. En los pasillos de la casa principal, los sirvientes y trabajadores se miraban entre sí, sus estómagos ya reconociendo lo que se venía. Las galletas de Isabela eran famosas en toda la plantación. Aunque la familia de los patrones las despreciaba, todos los demás sabían que en ellas se encontraba algo más que un simple postre: se encontraba el alma de Isabela, la misma que se entregaba en su canto y en su danza.
El aroma de chocolate fundido y de nuez tostada llenaba el aire, y era imposible ignorarlo. Las galletas de Isabela estaban en su punto, la mezcla perfecta de suavidad y crujiente, con un toque tan delicado que parecía casi etéreo.
Mientras las galletas se horneaban, Isabela preparó su infusión de hierbas. Un té especial, hecho con menta fresca, manzanilla y un toque de jengibre que calentaba el corazón. Colocó unas flores secas sobre cada taza, flores que se podían comer, como una decoración que no solo embellecía, sino que aportaba sabor. Todo estaba listo.
Cuando el primer lote de galletas estuvo terminado, Isabela las sacó del horno. Sus ojos brillaban mientras las observaba enfriarse, el aroma envolviendo la cocina como una suave caricia. Se acercó a la mesa y, con una cuchara, colocó las galletas en una bandeja, alineándolas con esmero. Cuando todo estuvo listo, comenzó a llevarlas hacia la mesa donde los sirvientes ya esperaban con ansias.
En el comedor principal, los condes ya se habían acomodado, y uno de ellos, el más joven, comenzó a preguntarse si realmente todo lo que se decía de la cocina de la plantación era cierto. Había escuchado rumores sobre la habilidad de la esclava que preparaba los postres, pero jamás imaginó que algo tan simple como unas galletas podría cambiar su percepción de tantas cosas.
Isabela entró en el comedor con la bandeja en las manos, su andar elegante pero con una tranquilidad inquebrantable. No era bienvenida por los ojos de los condes, pero ella se mantenía firme. Los sirvientes abrieron el paso mientras ella colocaba las galletas en la mesa, junto con las tazas de té humeante.
Los condes la observaron, sin decir nada, pero sus miradas eran suficientes para saber lo que pensaban: una esclava, trayendo postres, ¿realmente esto era lo que se esperaban? Sin embargo, el aroma de las galletas fue el que habló por ella.
"¿Estas son las famosas galletas de las que todos hablan?" - preguntó el joven conde, mirando las galletas con una expresión de curiosidad.
Isabela asintió con la cabeza, su rostro calmado, pero algo brillaba en sus ojos. Los condes se sirvieron las galletas y, al probarlas, una expresión de sorpresa cruzó sus rostros.
"Esto... esto es delicioso", dijo uno de ellos, sorprendido. "Nunca imaginé que algo tan simple pudiera ser tan exquisito."
"No es simple", murmuró el joven conde, mientras tomaba una galleta de chocolate. "Es una obra de arte."
Isabela, sin decir palabra alguna, observaba en silencio, dejando que el sabor hablara por ella. Mientras los condes hablaban entre sí sobre lo deliciosas que eran las galletas, la habitación se llenaba de murmullos satisfechos.
Después de un rato, el joven conde se acercó a la mesa, donde Isabela había colocado la bandeja, y, con un gesto casi imperceptible, le dijo:
"¿Te atreverías a enseñarnos tus secretos? No se puede negar que tus manos tienen algo especial."
Isabela lo miró con calma. Sus ojos se encontraron, pero no hubo respuesta inmediata. Había algo en la pregunta que la perturbaba, un atisbo de lo que implicaba el hacerle un favor a quien jamás la había considerado como alguien más que una esclava. Sin embargo, su voz salió suave, como siempre lo hacía cuando hablaba de su pasión:
"Solo el corazón puede enseñar el verdadero secreto", dijo Isabela, con una ligera sonrisa. "Y no todos están listos para aprender."
#2557 en Otros
#119 en No ficción
#646 en Relatos cortos
romance accion aventura drama, romance a escondidas, esclavitud y abusos
Editado: 12.04.2025