Isabela, agotada y con el corazón lleno de temor, caminaba a paso forzado hacia el cobertizo. Los guardias la arrastraban sin compasión, su cuerpo apenas soportando el peso de la humillación y el cansancio. Aunque su mente estaba llena de preguntas, su alma parecía resignada. Sabía que no importaba cuánto luchara, siempre sería vista como menos, siempre sería una esclava a la que podían maltratar sin consecuencias.
El cobertizo estaba al final de un sendero polvoriento, una estructura simple y fría, sin ventanas, donde los castigos eran administrados con rigurosidad. Isabela apenas podía ver más allá de sus pies, el sol del mediodía castigaba su piel, y su mente vagaba por recuerdos de su vida antes de ser arrastrada a este mundo cruel. Recordó su madre, su padre, la vida que tuvo que dejar atrás. Todo parecía un sueño lejano, algo que nunca volvería a tocar.
Mientras tanto, en la casa principal, Edward estaba sentado en su habitación, con la mente hecha un torbellino. No podía creer lo que había escuchado en la cocina. La acusación de su madre le dolió más de lo que imaginaba. ¿Cómo podía ella pensar algo tan horrible de Isabela? Ella, que lo había salvado tantas veces, que le había mostrado una bondad que él nunca había conocido. ¿Cómo podía su madre llegar tan lejos?
Con la furia ardiendo en su pecho, Edward decidió que no iba a quedarse de brazos cruzados. Tenía que hacer algo, tenía que detenerlo. Recordó cómo ella había cantado en la cocina, cómo sus ojos brillaban cuando preparaba cada plato, cómo su alma se había abierto ante él sin pedir nada a cambio. Ella no merecía esto. Ella no merecía ser castigada por algo que no había hecho.
Corrió por los pasillos de la casa principal, sin importarle nada más que llegar a tiempo para impedir el castigo. Cuando llegó al cobertizo, vio a los guardias, que ya se disponían a atar a Isabela a un poste en el centro del lugar, como si fuera un animal. El sonido del látigo en el aire era inminente, y la joven esclava estaba de pie, sus manos atadas a la espalda, con la cabeza agachada, esperando lo peor.
Los guardias se detuvieron de inmediato, sorprendidos por la presencia de Edward. No era común que el joven se interpusiera en los asuntos de la finca, pero su voz estaba cargada de una autoridad que no podían ignorar.
Uno de los guardias, un hombre robusto y de mirada fría, intentó interponerse entre Edward y la esclava, pero el joven lo empujó con fuerza.
Los guardias dudaron por un momento, observando la firmeza en Edward. Sabían que, si seguían con el castigo, eso podría traerles consecuencias. Aunque eran obedientes a los Marqueses, la última palabra siempre la tenía Edward.
Isabela levantó la mirada, sus ojos llenos de sorpresa y gratitud, pero también de dolor. No podía entender por qué Edward la estaba defendiendo, por qué su madre lo había acusado de algo tan cruel. Sus manos temblaban, pero sin dudarlo, dio un paso hacia él, dejando atrás el temor que la había paralizado hasta ese momento.
Edward la tomó de la mano y, con un gesto firme, los guardias se hicieron a un lado. Con su cuerpo erguido y su mirada llena de determinación, Edward condujo a Isabela fuera del cobertizo y hacia la casa principal.
Esa noche, después de que los guardias se retiraron, Edward se encerró en su habitación, mirando por la ventana hacia el campo que se extendía ante él. Isabela estaba a salvo por el momento, pero sabía que su madre no dejaría esto pasar. La señora Marqués era una mujer con una voluntad de hierro, y no iba a olvidar lo sucedido. Pero por ahora, Edward sentía una pequeña victoria. Había salvado a Isabela, había impedido el castigo, y eso le daba paz, aunque fuera momentánea.
Isabela, por su parte, estaba en su habitación, sentada en la cama. Las heridas emocionales de la jornada eran profundas, pero algo dentro de ella se había renovado. Sentía que, aunque el destino de los esclavos estaba sellado, había algo más fuerte que la opresión. Había algo que no podían robarle, algo que Edward, sin saberlo, le había dado: esperanza.
A la mañana siguiente, Edward fue a la cocina, donde Isabela estaba trabajando. Ella se encontraba mezclando ingredientes con las manos hábiles que usaba para crear esos postres exquisitos que tanto amaba.
Isabela levantó la mirada hacia él, sorprendida por su pregunta. Sus ojos reflejaban una mezcla de emociones, pero se esforzó por sonreír.
Edward sonrió levemente, sintiendo una extraña calidez en su pecho.
Isabela asintió, tomando un respiro profundo. No sabía qué iba a pasar después, pero algo había cambiado en ella, en su forma de ver el mundo. Tal vez, solo tal vez, las cosas podían ser diferentes. Tal vez alguien podía verla como un ser humano, como alguien digno de ser respetado.
Edward la miró, pensativo, sus palabras resonando en su mente. La libertad... Algo que había dado por sentado, algo que él nunca habría imaginado que podía tener un precio tan alto.
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Editado: 12.04.2025