Raíces Prohibidas

Capítulo 35: El Juego del Fuego

La madrugada estaba teñida de tinieblas, y la finca se encontraba tranquila, demasiado tranquila. Todos estaban dormidos, sumidos en su rutina, sin saber que esa misma noche se convertiría en un caos que cambiaría sus vidas para siempre. Eliza, con su astucia y el corazón lleno de valentía, había comenzado a poner en marcha el plan. Había encendido el fuego en uno de los almacenes de algodón, un lugar apartado, pero lo suficientemente grande como para llamar la atención de todos.

El humo comenzó a elevarse hacia el cielo, como un presagio de lo que estaba por suceder. Las primeras chispas de fuego comenzaron a devorar las pilas de algodón, y pronto el lugar se llenó de llamas. Los gritos de los empleados que estaban en las cercanías, alertados por el fuego, comenzaron a esparcirse por la finca. Las primeras personas llegaron corriendo, intentando sofocar el incendio, pero el fuego estaba tomando fuerza, y pronto se hizo evidente que era demasiado grande para ser controlado por ellos.

Isabella, en su barraca, despertó sobresaltada por el bullicio. A través de la ventana, pudo ver el resplandor de las llamas iluminando el cielo. Su corazón dio un vuelco. Todo estaba sucediendo tal como lo habían planeado, pero el miedo comenzó a apoderarse de ella. Eliza había cumplido su parte, pero ahora dependía de ellos escapar sin ser vistos.

“Es el momento,” susurró Edward, que había estado observando también el fuego desde la ventana de la barraca. Su rostro mostraba tensión, pero sus ojos reflejaban una determinación inquebrantable. “Eliza nos dará tiempo. Vamos.”

Con el sonido de los gritos y el caos creciente, se apresuraron a salir de la barraca. Eliza ya había dejado su puesto y se dirigía rápidamente hacia ellos. Edward y Isabella se dirigieron al cobertizo cercano, donde había una carreta que los llevaría a través de los caminos ocultos fuera de la finca. Eliza, al llegar, los encontró esperando.

“Es ahora o nunca,” dijo Eliza, mirando a su alrededor. “El fuego está tomando todo el almacén, los guardias van a estar ocupados por un rato. Pero tenemos que darnos prisa.”

Isabella asintió, sin poder ocultar la mezcla de nerviosismo y esperanza en sus ojos. “Vamos,” dijo Edward, tomando su mano con fuerza. “Nos vamos de aquí, y no miraremos atrás.”

Eliza subió a la carreta y les hizo señas para que se unieran. Edward subió primero, seguido por Isabella. El momento estaba cerca, pero el riesgo de ser atrapados estaba presente en cada paso que daban. El carretero, que ya estaba preparado para ayudarles, empezó a mover la carreta, alejándose de la finca a toda prisa.

Sin embargo, lo que no esperaban era que el destino tuviera otros planes. Justo cuando pensaban que se habían alejado lo suficiente, las siluetas de los padres de Edward y varios guardias aparecieron en el horizonte. Edward se tensó de inmediato, y su corazón dio un salto en su pecho al ver a sus padres acercándose.

“¡No puede ser!” murmuró, mirando hacia atrás. “¿Cómo…?”

En ese preciso momento, Jamal apareció, caminando junto a los padres de Edward, con una expresión severa en su rostro. Cuando los vio, su rostro se endureció. Isabella, desde su lugar en la carreta, le dirigió una mirada triste. Había esperado más de él, pero en el fondo sabía que no podía confiar en todos. Jamal había traicionado su confianza.

“¿Qué está pasando aquí?” gritó el padre de Edward, mirando la carreta en la que huían. “¡Deténganlos!”

Isabella sintió que su corazón se rompía al ver la traición reflejada en los ojos de Jamal. Él, su hermano, el hombre que había creído su aliado, estaba del lado de sus padres. Jamal no había dudado ni un segundo en contarles todo. Las lágrimas amenazaron con caerle, pero las reprimió, enfocándose en el presente. Tenía que seguir adelante, a pesar de la dolorosa traición.

Edward, al ver a su hermano entre los guardias, no podía creer lo que estaba sucediendo. “Jamal…” dijo con voz baja, su tono cargado de decepción. “¿Cómo pudiste?”

Jamal evitó su mirada, sin decir una palabra, pero sus ojos mostraban una mezcla de culpabilidad y resignación. No podía hacer nada ahora. Había tomado su decisión. El amor por su familia y la lealtad a ellos pesaban más que lo que sentía por su hermana.

“Es por tu propio bien, Isabella,” dijo Jamal, finalmente mirando a su hermana, pero sin poder sostenerle la mirada. “No puedes huir, no con él. Ya no es seguro.”

Isabella lo miró fijamente, su corazón roto, su dolor profundo. “¿Por qué lo hiciste, Jamal? ¿Por qué? Pensé que me entenderías…”

Jamal bajó la cabeza, su rostro lleno de vergüenza. “Lo siento, hermana. No pude. No puedo traicionar a la familia.”

El dolor de la traición recorrió su cuerpo, y las lágrimas finalmente comenzaron a caer. No le importaba si alguien la veía. Había perdido algo más que una oportunidad de libertad. Había perdido la confianza en su propio hermano.

“Esto no acaba aquí,” dijo Edward, su voz temblando de furia y desesperación. “No lo voy a permitir. ¡Nos iremos de aquí!”

El padre de Edward, furioso, comenzó a dar órdenes a los guardias. “¡Atrápenlos! ¡No los dejemos escapar!”

Eliza, viendo la situación empeorar, azotó las riendas de la carreta con fuerza, intentando aumentar la velocidad, pero el terreno accidentado hacía que fuera más difícil moverse rápidamente. “¡Vamos, rápido!” gritó a Edward y a Isabella.

El corazón de Isabella latía con fuerza. No podía creer lo que estaba pasando. Todo lo que había soñado con Edward estaba desmoronándose frente a sus ojos. La traición de Jamal había dejado una herida profunda en su alma, una que sería difícil de sanar.

Pero no había vuelta atrás. Eliza los estaba ayudando, y ellos tenían que escapar ahora, o sería demasiado tarde.

Las luces de los guardias se acercaban rápidamente, y el sonido de los caballos galopando resonaba en sus oídos. “¡Acelera!” gritó Edward, su mente acelerada, buscando una salida.




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