Raíces Prohibidas

prólogo

La pequeña niña, de piel canela y ojos azules como el cielo, jugaba en la hierba alta, corriendo entre los árboles frutales que se extendían por la nueva tierra que Edward y los esclavos liberados habían logrado construir. Su cabello negro y rizado se movía al ritmo de sus pasos rápidos, como si cada risa fuera un canto al viento. Estaba llena de energía, un reflejo de la vida que ahora florecía en este lugar, libre de la sombra de la esclavitud.

“Papá, ¿es por eso que ahora vivimos aquí? ¿Porque ayudaste a los esclavos?” preguntó la niña, con una curiosidad pura que no conocía el dolor del pasado.

Edward, mirando el horizonte y la finca que había sido transformada en una tierra de paz, asintió con una sonrisa cálida. “Sí, hija. Este es un lugar donde podemos ser libres, donde la gente puede vivir sin miedo. Tu mamá y yo logramos encontrar un lugar donde no haya odio, donde todos puedan ser iguales. Y todo esto fue posible porque la gente luchó por su libertad.”

La niña, con su inocencia y sinceridad, miró a su madre, Eliza, que estaba a su lado, y luego a su padre. “Entonces, ¿mis padres son unos héroes?” preguntó con los ojos brillando de admiración.

Eliza sonrió y le acarició el cabello. “Sí, mi amor. Tus padres hicieron lo que muchos no se atrevieron a hacer. Hicieron posible que todos, sin importar su color de piel, pudieran tener una oportunidad de vivir en paz.”

La pequeña sonrió feliz, pero luego su rostro se tornó pensativo. “¿Y qué pasó con mi mamá, papá? ¿Por qué no está aquí?”

Edward iba a responder, cuando de repente, una voz familiar y llena de vida, resonó desde la distancia. Era una voz que Edward jamás había esperado oír, una que había quedado grabada en su memoria como un susurro del pasado.

“¡Maya! ¡Maya, ven acá! No te vayas muy lejos, pequeña,” llamó Isabella, mientras caminaba lentamente por el sendero hacia el grupo.

La figura de Isabella se destacaba bajo el sol brillante. Su cabello oscuro caía sobre sus hombros, y su rostro, aunque marcado por el tiempo y las cicatrices de su dolor, resplandecía con una paz que solo el verdadero renacer podría dar. Isabella había regresado, pero no como la joven débil que había caído en el suelo aquel día, sino como una mujer transformada, empoderada por la vida y la libertad.

La niña, al ver a su madre, corrió hacia ella, sus risas llenando el aire, mientras Isabella la levantaba en brazos con una sonrisa llena de amor y orgullo.

“¡Mamá, mamá! ¡Papá dijo que eres una heroína!” exclamó Maya, abrazándola con fuerza.

Isabella sonrió, sus ojos reflejando una mezcla de emociones. Había pasado tanto tiempo, pero el amor por su hija y por Edward seguía intacto. "No, querida, tus papás son los verdaderos héroes," dijo Isabella con dulzura, mirando a Edward con un brillo de agradecimiento.

Edward, con el corazón golpeado por la emoción, se acercó a ellos y colocó una mano sobre el hombro de Isabella. “No, Isabella. Tú también lo eres. Todo lo que hicimos… lo hicimos juntos. A veces, las cicatrices que dejamos atrás nos definen, pero también nos enseñan a ser más fuertes, a luchar por lo que es justo.”

Isabella lo miró fijamente, un sentimiento de paz llenando su corazón. Había sobrevivido a un disparo mortal, había enfrentado a la traición, la injusticia y el odio, pero al final, había encontrado la libertad que tanto anhelaba.

“Lo importante,” dijo Isabella, mirando a Maya y luego a Edward, “es que ahora tenemos una familia, un futuro. Un futuro donde nadie nos dirá que no somos dignos de ser felices.”

Edward, con su hija en los brazos de Isabella, la miró a los ojos, reconociendo el peso de lo que ambos habían vivido, pero también el profundo amor que compartían. “Sí, ahora podemos vivir como siempre soñamos,” dijo, con la voz temblorosa. “Juntos.”

La niña, abrazada a su madre, miró a sus padres, y por un momento, todo parecía en su lugar. Habían enfrentado tantas dificultades, pero al final, habían encontrado lo que siempre habían buscado: la paz, la libertad, y el amor incondicional.




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