El primer encuentro

La mañana estaba tibia, con un cielo despejado que parecía querer dar la bienvenida. El colectivo llegó puntual, levantando una nube de polvo en la terminal. Eugenio estaba de pie, con las manos en los bolsillos, mientras Ester y los chicos buscaban con la mirada entre los pasajeros.

De pronto, apareció María. Tenía el cabello más largo y una sonrisa amplia que parecía iluminar todo. Detrás de ella bajó Diego: alto, moreno, con una camisa clara y una expresión entre nerviosa y decidida.

Ester corrió a abrazar a María, seguida por los hermanos, mientras Eugenio se quedó quieto, mirando. Cuando María lo vio, fue directo hacia él.
 —¡Papá! —exclamó, abrazándolo fuerte.
 Eugenio le devolvió el abrazo, aunque sus ojos se desviaron hacia Diego.

María, con un brillo en la mirada, los presentó:
 —Papá… él es Diego.
 Diego dio un paso adelante y tendió la mano.
 —Un gusto, señor.
 Eugenio miró la mano, luego a Diego, y finalmente la estrechó con firmeza.
 —Veremos si el gusto es mío —dijo, sin sonreír.

El viaje de regreso a casa fue… peculiar. María hablaba sin parar, contando anécdotas de Londres, mientras Ester preguntaba por la familia de Diego. Eugenio conducía en silencio, escuchando, midiendo cada palabra del muchacho.

Al llegar, Carlos, el cocinero, estaba en la puerta del restaurante.
 —¡Así que vos sos el famoso Diego! —bromeó—. Espero que sepas comer bien, porque acá no se desperdicia nada.
 —Comer sé… cocinar no tanto —respondió Diego, con una sonrisa tímida.
 —Bueno, algo es algo —replicó Carlos, guiñándole un ojo a María.

Esa noche hubo una cena especial. Entre platos, brindis y risas, Eugenio observaba en silencio cómo Diego se desenvolvía. No podía evitar medirlo, como si en cada gesto buscara una señal de si podía confiar en él.

María, por su parte, parecía feliz. Había algo en su manera de mirar a Diego que hablaba más que cualquier palabra.

Pero Eugenio, sentado en la cabecera, pensaba para sí: “Esto recién empieza”.