«Inefable»
ISABELLA
El reloj marcaba las 8:04 a.m. y yo debía estar en la universidad antes de las 8:30. Maldecí en voz baja mientras me abrochaba los botones de la camisa blanca. Estaba helando, pero no podía permitirme perder más tiempo. Me miré al espejo una última vez: camisa blanca perfectamente planchada, pantalón de tela del mismo tono, cinturón negro ajustado a la cintura, y mis zapatos de tacón cerrados, también negros. Tomé unos discretos aretes plateados y los coloqué con rapidez. El reloj de muñeca y una pulsera sencilla completaban el conjunto. El cabello, lo recogí en una coleta alta, dejando el rostro despejado.
Me coloqué el abrigo negro antes de salir, el frío mordía la piel como pequeños cuchillos de hielo. Cerré la puerta con llave, bajé las escaleras con prisa, y entré al coche. Mis manos temblaban, no sabía si por el frío o por la adrenalina de ir tan tarde. Encendí el motor y salí de inmediato. Las calles aún estaban húmedas por la llovizna de la madrugada, los árboles desnudos y las nubes pesadas completaban el paisaje. Respiré profundo.
Hoy era un día importante. La universidad había organizado una conferencia especial en la facultad de bellas Artes y Literatura de Londres, centrada en el arte y la palabra. El rumor era que vendría un invitado de renombre, pero el nombre era una sorpresa. Lo habían mantenido en secreto incluso para los profesores, y eso me había causado curiosidad durante toda la semana.
Aparqué el auto en uno de los espacios reservados y caminé con paso firme hacia el auditorio. Dentro, el bullicio era notable, estudiantes por todos lados, algunos se detenían a saludarme con entusiasmo, otros simplemente me sonreían con esa mezcla de admiración y familiaridad que se tiene con un profesor querido. Respondí con una sonrisa amable, aunque por dentro solo deseaba sentarme, tomar aire y fingir que no estaba tan atrasada como me sentía.
Al llegar a los primeros asientos, el director de la universidad me esperaba con una ceja levantada y una media sonrisa en el rostro.
―Profesora Caiden ―me dijo en tono de reprimenda suave―, ¿llegando tarde a una conferencia tan importante? ¡Me ha decepcionado!
―Lo sé, lo sé ―resoplo con una mueca arrepentida mientras me siento a su lado―. El tráfico, el frío, y mi café que se negó a cooperar esta mañana. Lo siento de verdad.
El director soltó una risa breve, la clase de risa indulgente que se reserva para quienes rara vez cometen errores.
―Esta vez se lo dejaré pasar, porque sé que usted no es de las que llegan tarde.
Yo aprovecho para preguntarle:
―¿Va a decirme ahora quién es el invitado especial? Todo esto ha sido un misterio digno de Agatha Christie.
Él me sonríe, satisfecho, y levanta la barbilla hacia el escenario.
―Mírelo usted misma.
Entonces lo veo.
Y se me congela el cuerpo.
Allí estaba él.
Alexander.
En el centro exacto del escenario, de pie detrás del atril, alto, imponente, con su cabello castaño perfectamente peinado hacia atrás y una expresión serena que contrastaba con mis latidos erráticos. Vestía de forma impecable: camisa azul oscura, blazer negro... Las luces del auditorio le dan una sombra dorada al cabello castaño. Y sus ojos grises...
Sus ojos me están mirando.
No hay dudas. Me ha visto. Y no me aparta la mirada.
Mi respiración se detiene por un instante. Siento que el tiempo se ha vuelto un líquido denso que me envuelve y no me deja moverme. En la espalda, la tensión se convierte en un cosquilleo punzante.
Él está aquí. Frente a todos. Y me mira como si no hubiera nadie más.
El hombre que me sostuvo cuando me derrumbé. El que me preparó café sin hacer preguntas. El que me abrazó sin pedir permiso, como si su pecho hubiera sido siempre mi lugar seguro.
Mi garganta se cerró. Sentí un nudo en el estómago. Me había escrito esa misma mañana, preguntando si asistiría a la conferencia, pero no dijo una palabra sobre ser él quien la impartiría. Listo. Cauteloso. Siempre jugando con ventaja.
Nuestros ojos se vuelven a encontraron. Fue un segundo. O una eternidad. No lo sé.
Se detuvo justo antes de comenzar a hablar. Vi cómo apretaba levemente los labios, como si contuviera una emoción. La sorpresa en su rostro fue apenas perceptible, pero yo la noté. Claro que la noté. Él también estaba procesando nuestra coincidencia. O no coincidencia, quizá.
Él sabía que estaría aquí. Yo no sabía que lo vería.
―Buenos días ―dijo con voz firme y profunda, el acento alemán apenas perceptible, como una caricia que se esconde entre las palabras―. Es un honor estar en esta casa de estudios. Hoy quiero hablarles de las palabras. De su forma, su función, pero también de su alma. Porque, como el arte, las palabras también sangran.
Mi corazón se apretó con esa última línea. Dios. Él sabía exactamente lo que estaba haciendo. Sus palabras no solo eran para los estudiantes. No. No solo hablaba del arte. Hablaba de él.
―La palabra es refugio. Es arma. Es medicina. Y a veces... es todo eso a la vez ―continuó, con esa calma metódica que tenía al hablar, como si cada frase hubiese sido construida con los cimientos de su alma.
Su tono es grave, preciso. Seductor, incluso, sin querer serlo. Mis alumnos están embobados. Algunos sacan libretas, otros graban.
Cerré los ojos. Por un segundo. Sentí que el aire me faltaba. Mis dedos se aferraron al borde del asiento mientras su voz seguía llenando el auditorio. Era brillante. No podía negarlo. Tenía un talento para hablar que envolvía, que seducía, que arrastraba.
Y yo, sentada a escasos metros, me sentía más vulnerable que nunca.
¿Por qué no me lo dijo?