«Emuná»
ISABELLA
El vapor de la taza de té sube lento, ondulante, perdiéndose entre los reflejos fríos del aula. Mis manos la rodean con cierta firmeza. El calor que emana me resulta reconfortante, aunque solo sea un intento inútil por calmar lo que en el fondo no puedo contener.
Frente a mí, mis estudiantes trabajan en silencio. Cada uno enfocado en su hoja, inclinados sobre los escritorios, haciendo lo que les pedí. Yo debería estar igual de concentrada, corrigiendo ensayos, anotando observaciones... Pero no puedo. No hoy.
Estas últimas semanas han sido un caos silencioso. Un torbellino emocional que se agita dentro de mí como un mar en plena tormenta. Nada se ve alterado en la superficie, pero bajo el agua, todo se revuelve con violencia.
Volví con Elliot. No sé por qué exactamente. Supongo que quise convencerme de que lo que siento por él puede todavía sostenerse. Quise pensar que el problema era el miedo, la confusión, y que si regresábamos a lo conocido, si intentaba volver a la estructura que ya entendía... las cosas se ordenarían por sí solas. Pero no fue así. Ha sido peor. Más contradictorio. Más frustrante.
Desde entonces, todo se siente como una mentira repetida en voz baja. Me esfuerzo en convencerme de que aún lo quiero que aún podemos ser esa pareja sólida que alguna vez fuimos. Pero hay algo que no encaja. Algo que, por más que intento, no puedo forzar.
Alexander.
No he podido quitarme de la cabeza sus ojos. Ese gris que no es frío ni distante, sino intenso y tan humano que desarma. Su forma de mirarme me desestabiliza. Me asusta. Y lo peor: me atrae.
Desde que estuve en la galería, he estado evitándolo. Lo mínimo posible. Mensajes breves. Excusas. Cortesías distantes. Él lo nota. Me responde con respeto, sin exigencias, pero siempre con esa pregunta inevitable: "¿Cómo estás?"
Y yo miento. "Bien, ocupada. Mucho trabajo en la universidad." Es más fácil así. Más seguro. Porque si le contara la verdad —que vuelvo a soñar con él, que pienso en su voz cuando estoy sola, que me sorprendo recordando detalles insignificantes como el modo en que su ceja se frunce cuando se concentra— todo se desmoronaría.
No ha pasado nada entre nosotros. Nada que pueda juzgarse como traición. Pero no necesito tocarlo para saber que algo dentro de mí se está rompiendo. Porque en el fondo, sé que pensar en él de esta manera, mientras estoy con Elliot, ya es suficiente para saber que algo va mal.
Y sin embargo, no puedo dejar de hacerlo.
Me muerdo el interior de la mejilla. El té ya no está tan caliente. Paso la yema del dedo índice por el borde de la taza y luego lo alejo. No sirve de nada.
Elliot está fuera de la ciudad. Trabajo. Reuniones. Llamadas breves. Mensajes a deshoras. Y eso lo complica todo aún más. Porque su ausencia me deja más espacio para pensar, más tiempo para dudar, más razones para sentir que no encajo en su vida como antes.
Y no es que Alexander se entrometa. Al contrario. Su presencia es callada, respetuosa. Pero está. Lo está. Incluso cuando no responde inmediatamente, sé que me piensa. Que me busca desde esa distancia prudente que mantiene. Y a veces, eso me da paz. Una paz rara, incómoda, pero real.
―Profesora... ―La voz del estudiante me arranca de golpe de mi mente.
Parpadeo. Su rostro me mira desde el fondo del aula, esperando. Todos siguen escribiendo, menos él.
―Sí? ―le respondo con un tono amable, aunque mi voz se siente ajena.
―¿Podría repetir lo que dijo sobre la metáfora del jardín en el poema?
Asiento con la cabeza y le explico. Lo hago sin pensar mucho, en piloto automático, apoyándome en mi memoria y experiencia. Él anota, agradece, y yo vuelvo a sumergirme.
Hay algo más que me molesta. Algo que me incomoda reconocer.
Cuando Elliot regresó, fue dulce. Cariñoso. Parecía genuinamente arrepentido. Prometió cambiar, escucharme, respetar mis tiempos. Me trajo flores, me llenó de mensajes largos, de palabras que antes no decía.
Y yo, como una tonta, lo dejé entrar. Pensando que quizás esta vez sí. Que quizás el miedo que sentí aquella noche había sido solo un mal momento, un error. Pero aún lo veo en mi mente. Su mirada, su agarre, su voz.
No puedo olvidarlo.
Lo intento, sí. Pero no puedo.
Y mientras tanto, ahí está Alexander. No haciendo nada. No presionando. No buscando ganar. Solo... estando. Siendo. Y eso, de alguna manera, lo vuelve más difícil de ignorar.
Tal vez es eso lo que me asusta. Que su cercanía no busca invadir. No busca conquistar. Solo acompaña. Y hace que toda mi vida, la que supuestamente ya está armada, parezca inestable.
Respiro hondo. Me obligo a concentrarme.
Me repito que estoy con Elliot. Que tengo que respetarlo. Que no puedo permitirme divagar, ni caer en pensamientos que no me llevan a nada. Me lo repito una y otra vez como si fuera un mantra. Como si eso fuera suficiente.
Pero cada vez que cierro los ojos... veo esos malditos ojos grises. Y el pecho se me llena de algo que no puedo nombrar. No es amor. Lo sé. No aún. Pero tampoco es simple admiración. Es otra cosa. Más profunda. Más inexplicable.
Y no sé qué hacer con eso.
Me levanto y camino entre los escritorios, revisando los avances de mis alumnos. Me esfuerzo por parecer centrada, por mantener la compostura. Pero la verdad es que estoy en ruinas. Silenciosas, pero ruinas al fin.
La vida, a veces, se encarga de colocarnos frente a espejos que no queremos mirar.
✧✧✧✧✧✧✧✧✧✧♡✧✧✧✧✧✧✧✧✧✧
La clase terminó. El murmullo de los estudiantes saliendo del aula fue apagándose hasta desaparecer por completo en el pasillo. Solo quedó el eco de sus pasos y el silencio amable que siempre me sigue cuando me quedo sola. Tomo la taza de té —ya completamente fría— y la dejo sobre el escritorio con un gesto automático. Mis dedos se deslizan entre los papeles que hay sobre la mesa, recogiendo tareas, hojas sueltas, algunas notas.