Durante mucho tiempo veía a los demás como gente que solo buscaba grandes casones en el centro o casas muy mal hechas, pero, que por alguna razón gustaban. Desde que era chico hasta que cumplí mis setenta años presencié a la gente pasando fuera de mi casa, mi ranchito. Las veía pasar desde mi ventana para que no me vean, desde la terraza para que me vean un poco y digan: ''Que piola que es este tipo, quizás su casa esté buena''. Algunas veces iba a bares o a clubes y le hablaba un poco a las personas para que vayan a mi casa pero se quedaban en el patio. Me decían que estaba buena y que estaba bien decorada, que era bonita. Pero por más halagos a mi casa, nunca querían entrar. Intenté cambiar la fórmula, iba a las casas de esas personas y luego ofrecía que entren a mi casa pero alguna razón, seguían sin querer entrar a tomar un té o un daikiri, o lo que sea.
Recuerdo aquella vez que hice un bollo de papel en mi casa y se la tire a la chica que me gustaba, mi vecina, esa que estaba enfrente de mi casa y siempre veía mi casa por alguna razón. Me sonrió y abrió el papel. Su cara era divertida, me miró y se fue. Por alguna razón los ladrones empezaron a entrar a mi casa y a robar mi decoración, esa decoración en la que tanto me esforcé para que la gente se meta a mi casita en la zona sur de esa ciudad. Un día me cansé y simplemente me mude a un departamento cerca del sucio río al que costeaba la ciudad, pero nunca me voy a olvidar de mi rancho.