Rapture; el éxtasis de la juventud

5. | "Sabiduría maternal"

¿De donde había salido mi inteligencia? De mi mamma sabionda.

LAU GENOVIEVE

 



Gustaine Machado era un prodigio juvenil de la pintura.

Gus era un amante del arte, pasión que heredó de su padre. La diferencia reside en que Gus lo llevo al extremo de la práctica, mientras que Fred lo mantuvo en la admiración visual.

Yo era una chica que amaba aprender, me mantenía siempre alerta a cada cosa nueva que pudiera agregar a mi lista de cosas aprendidas, ya fuera de mi entorno o de mis clases en el instituto, por eso era tan buena en los estudios. También tenían que ver mis ambiciones, eran un factor importante que mantenían en constante movimiento mis acciones, gracias a las metas que fije para mí misma, no caigo en el error de la pereza y la pérdida de tiempo. 

Yo no era una prodigio del dibujo, pero si que admitía que me defendía bastante bien. Mucho más que bien, podía dibujar cualquier cosa que me propusiera. Claro, primero tenía que detallar de forma exhaustiva hasta el último de detalle. 

Por eso, ¿qué mejor cosa para dibujar que una de las personas que más amaba en el mundo? Conocía el rostro de Gus como si fuera el mío propio, la línea prominente de su labio inferior, la curva precisa de su pómulo, la mandíbula fuerte y arrogante, las cejas arqueadas y gruesas. Todo de el era familiar para mí.

El y yo éramos la prueba perfecta de que un hombre y una mujer si pueden ser amigos. Y no puedo usar de excusa el hecho de que Gus sea homosexual, Gus era flexible con ambos sexos. El problema para el, fue aceptar que tenía preferencia mayores por los hombre, teniendo en cuenta que en su familia nunca se había visto la homosexualidad. Y que su padre luchaba constantemente con el hecho de que el racismo no estaba completamente erradicado, tener un hijo de piel oscura y homosexual fue más un golpe para sus socios, que para el. 

Gus contaba con la suerte de que su familia lo acepto tal como era, y de tenerme a mi. No puedo decir lo mismo de muchos chicos.

Con mi lápiz hacia mi boceto para el trabajo de arte. Connor era un idiota, odiaba pintar. Pero dibujar... dibujar si me gustaba. Por eso Gus haría lo demás. Gus era mi complemento, yo dibujaba y Gus pintaba. 

Por eso lo que había pasado con la perra Patty, fue más para mí conveniencia que dificultad, podía hablar con Greg y el dejaría pasar la falta, después de todo, sólo fue una vez. 

Entrecerré los ojos, concentrándome en la ligera curva del tabique de Gus. 

—¡Hoy es una de mis noches en Arubia! —canturreo mamma, entrando a mi habitación.

Me sobresalte y mi mano se movió, creando un rayón en mi perfecto dibujo. Cerré los ojos, pidiendo paciencia. 

—¡Te he dicho como mil veces que toques la puerta antes de pasar!

Deje caer el lápiz, revisando con pesar mi dibujo. Una línea cruzaba la mejilla derecha de Gus, no había remedio. Tome el borde de la hora, para arrancarla de mi libreta de dibujo. 

—Mira que te rindes rápido—soltó, arrebatando la libreta de mi mano—. No se a quien haz salido.

Resople. Odiaba los sustos, me ponían al borde. 

Mamma cogió con tranquilidad la libreta, mi habilidad con el dibujo había sido heredada, sólo que mi mamma se defendía mejor con el carboncillo. 

—Espérame aquí—indicó, saliendo de la habitación.

Yo sólo me quedé sentada, pensando en mi dibujo arruinado. Estaba quedando de maravilla, con un poco más de esfuerzo habría sido uno de los mejores que hubiere hecho. Mamma volvió, un pequeño bolso en su mano. Se sentó en mi cama, y palmeó el asiento a su lado. 

—Nunca debes rendirte sin dar pelea—dijo, con los ojos entrecerrados detallando el dibujo—. No desecha las cosas porque tienen un pequeño error, las transforma en algo útil. 

Abrió su bolsito, sacó un poco de carboncillo, al instante sus dedos se pintaron de negro. Yo me quedé en silencio, pues sospechaba que mamma iba a darme una nueva lección de vida. 

Repaso los trazos ya hechos por mi, hizo más voluminoso el cabello de Gus y marco más la forma de su pómulo.

—Cada trazo es un camino...—remarcó la curva voluptuosa de su labio inferior—...tu deberás superar cada curva, bache e imperfección—comenzó a arreglar el trazo que le cruzaba la mejilla a Gus—. Hasta llegar al final del camino y decir que eres victoriosa. 

Sombreo el rayón y la mayor parte del rostro de Gus, hasta volver el rayón parte del rostro de Gus. De hecho, el dibujo parecía haber sido hecho en 3D, era fascinante. Arreglo detalles, incluso le hizo uno que otro rizo, Gus nunca había estado tan guapo.

—Listo—dijo, bajando el carboncillo. 

—Wow—exhale. 

Me palmeó la cabeza y dejó la libreta en mis manos.   

—Te diría que no te pareces a mi, pero te pareces demasiado. 

Sonreí.

—Es cierto, es como si me hubieran fotocopiado. 

Detalle el dibujo, sintiéndome tonta y admiración hacia mi mamma. 

—Gracias—la mire—. Aunque haya sido tu culpa en un inicio.

—No aguantas ni un susto—dijo, poniendo los ojos en blanco—. En fin, hoy es noche de Arubia. 

—¿Me llevarás? —pestañee en su dirección. 

Fingió una cara pensativa. 

—Puede ser. 

—¿Cuál será mi cuota de hoy?

—Tres mojitos. 

Hice un puchero.

—¿Sólo tres? —me queje—. ¿No pueden ser cuatro? 

—Tres—asevero—. Lo tomas o lo dejas. 

Resople, sabía que cuando Mamma se ponía en plan mandona no había nada que hacer. 

—Esta bien.

Recibió mi aceptación con una sonrisa y saliendo de la habitación, con su bolsito lleno de útiles para dibujo y las manos manchadas de color negro. 

Mamma no era una madre común. Ella estaba entre esa fina línea entre una madre liberal, y una madre estricta. Dejaba que tomará alcohol hasta cierto punto, pero tres mojitos no hacían no cosquillas en mi sistema, lo bajaba todo bailando en la pista. Pero ella no cedía a que tomará cinco mojitos. 

Martha González era una cajita de sorpresas. 










Peine mi cabello corto con una separación a la mitad de la cabeza. Me llegaba hasta debajo de la barbilla, recordaba mi cabello largo, pero el corto me favorecía mucho por lo que no me arrepentía de cortarlo. Gus casi muere cuando lo vio. 

Tenía un vestido hasta la mitad de los muslos, color marrón oscuro y de lunares, con pequeñas mariposas naranjas y azules. Era bonito, me gustaba la falda, se movía con cada movimiento y sabía que se expandiría cuando diera vueltas. Me aleje del espejo, y tomé mis converse blancas. Salí de mi habitación y camine por la sala de estar, hasta llegar al sofá color verde. Guarde mi a converse en la mochila de mi mamma. 

—Mírate, pero que linda mi hija—me elogio mamma. 

Como me gustaba ser admirada, gire sobre mis pies. Mamma silbo haciéndome reír. 

—¿Ha llegado Marco a buscarnos? 

Ella asintió.

—Nos espera afuera.

Se alejó de mi para terminar con su mochila, admire como se le marcaba un buen trasero con esos vaqueros. Mi mamma tenía cuarenta y nueve años y aparentaba unos treinta, no tenía arrugas y se cuidaba con fervor la piel de su rostro. Aún poseía unas curvas promitentes. Mientras ella tenía una gran copa D, la mía era una apetecible copa B, yo siempre me preguntaba lo mismo, ¿dónde estaba la genética? ¿Y mi copa D? 

—Todo listo, vámonos. 

Camine junto a ella hasta la puerta, yo era un poco más baja, ella era un metro sesentaicinco, mientras yo era un metro cincuentaiocho. La genética volvía a fallarme. Salimos de la casa bajo el cielo estrellado de Roma, mamma cerraba la puerta mientras yo abría la puerta trasera del auto de Marco.

—Hola, cariño—saludé. 

Marco, un muchacho de veinte años, trigueño y de sonrisa blanca, devolvió mi saludo de forma coqueta. 

—Lau, cada que te veo estas más bonita. 

—No seas coqueto, Marco—sonreí, golpeando su hombro—. Te acusare con mi mamma. 

—No es necesario—comento mamma, entrando en el auto y sentándose en el asiento de copiloto—. Lo he escuchado desde afuera. Marco deja a mi niña en paz. 

Reí, dejándome caer en el asiento. Marco era hijo de Robert, el dueño del Arubia. Mamma y Marco conversaron mientras yo observaba las calles concurridas de Roma, las personas hablaban en las aceras y las luces de los faroles encendidos alumbraban la noche. Roma era un lugar mágico, y vivir en el era un sueño hecho realidad. 

Llegamos al Arubia, Marco aparcó el coche en el estacionamiento, yo baje sin esperar a nadie. 

Camine hasta el establecimiento, entrando. Dentro del bar de salsa, el ambiente era caluroso y pesado. Hoy las luces rojas estaban encendidas, el grupo de salsa en el escenario tocaba a toda pastillas, las camareras se movían de aquí para allá. Inmediatamente me sentí como en casa. 

—Entra, chiquilla, no te obstruyas el paso.

Ese fue el saludo de Robert.

—¡Robert! —corrí a abrazarlo, me recibió con los brazos abiertos.

—Pero que bonita estas—alago, besando mi cabeza—. Llevabas un mes sin visitar a este pobre viejo. 

—Ni que estuvieras tan viejo. 

Robert era un maduro cincuentón, alto y el parecido con su hijo era increíble.

—Conque ya se recibieron. 

Mamma entró acompañada de Marco.

—Martha, mi amor—Robert se alejó de mi, para darle dos besos a mi mamma. 

Charlaban un rato, en lo que yo me empapaba del ambiente suave del bar. Había mucha gente para ser un domingo, y que mañana sería día laboral y escolar. Aún así, había gente en la pista de baile meneando las cadera al ritmo de la banda. Inconscientemente, mi cuerpo se balanceaba de un lado a otro con ganas de moverse y bailar. 

—No te hagas de rogar, chiquilla—se burló Robert—. Vete a bailar, que el cuerpo te lo pide.

Mire a mi mamma, pidiendo aprobación. Ella sólo asintió con la cabeza. Sonreí, quitando la mochila de su hombro y caminando hasta el baño. Una vez dentro, cambie mis sandalias de tacón por mis converse color blanca. Adiós a la altura que me hacían aparentar las sandalias. 

Salí del baño, y mi mamma ya estaba detrás de la barra amarrándose un delantal en la parte trasera del cuello y la cintura. El delantal era color negro, y en centro de la parte delantera estaba escrito Arubia con letras cursivas. Me acerqué a la barra. 

—Un mojito, por favor. 

Se dio la vuelta al escucharme, me recibió con una sonrisa. 

—Recuerda que te he dicho tres. 

Hice un puchero. 

—¿Ni uno más? —rogué con la voz chillona. 




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