—Gustaine Antonio Machado, ¡más te vale estar aquí en menos de cinco minutos! —grité al teléfono en mi mano.
Un resoplido se escuchó al otro lado de la línea.
—¡Voy lo más rápido que puedo, Lau! Sólo cúbreme por un momento más, porfaa.
Gruñí con exasperación.
—Gus—exhale—. La sabueso Paty no deja de darme la lata sobre donde estas, ya no puedo mantener la mentira.
Gus lloriqueo con dramatismo.
—Porfi, porfi, porfi, Lau—rogó—. Sólo por esta vez.
—Gus, es que no entiendes.
—¿Qué no entiendo?
Me mordí el labio inferior, y luego lo solté para responder molesta:
—¡Es que estoy escondida en el vestidor de mujeres porque la muy hija de puta no deja de buscarme por todo el instituto! —volví a gritar al teléfono—. Estoy segura de que va a encontrarme, Gus. Y sabes que te odia, no dejará pasar esta falta y me meterás a mi en el lío.
Gus, suspiro resignado al otro lado de la línea.
—Tú sólo espera, Lau, estoy a punto de llegar.
Abrí la boca para responder, pero los pitidos que indican que la llamada había sido cortada, me detuvieron.
Cerré los ojos y golpee mi cabeza contra uno de los casilleros, ¿por qué siempre permitía que Gus me metiera en este tipo de líos? La clase de educación física iba a comenzar y la sabueso Paty no iba a dejarme en paz. Ella odiaba con fervor a Gus, desde que en el primer curso le había puesto chinches en la silla de su escritorio y laxante en su café, Gus era travieso y amaba las bromas pesadas. No por nada la llamaban la sabueso Paty. Se llamaba Paty Montgomery, pero una sabueso a la hora de buscar e incriminar a los estudiantes revoltosos, amantes de las bromas y el desorden. Estaba la cuestión de que Gus era uno de ellos.
Suspire, si no iba a ir a clases de educación física más vale que me cambiara, camine a través de los casilleros hasta llegar al mío: el quinientos cinco, saque la llave de mi bolsillo y la introduje en la hendidura, abrí la puerta sacando mi mochila negra y mi uniforme. Saque de mala gana la camiseta blanca con la insignia del Instituto St. Anne, por mi cabeza, quedando en mi sujetador azul con flores blancas.
Mientras maldecía a Gus y a toda su línea de sangre. Me chocaba perder una clase, así sea una innecesaria como lo era la educación física, por nada del mundo podía permitir que mi promedio bajará, era algo inaccesible e inaceptable para mí. Si quería mantener mi beca hasta el final, y tener la oportunidad de calificar en alguna de las universidades de la Ivy League, debía dejar mi alma y cuerpo en los estudios como venía haciendo desde mi primer día en el St. Anne. Era la primera de la clase y con mucho esfuerzo.
Gus, por otra parte, tenía la vida trazada desde el momento en que nació. Era hijo de Fred Machado, dueño de una de las constructoras más prestigiosa de todo Roma, era amigo de gente de la alta sociedad y le daban los mejores proyectos a el. Gus heredaría Machado Constructions, y al igual que su padre, sería uno de los hombres más ricos de todo el país. Si lograba pasar este curso, al menos.
Desabrocho con cuidado los botones de mi camisa, y alise las arrugas con cariño. Debía admitir que lo que más me agrada del instituto, no era ni el gran comedor, ni la gran piscina, ni el gran campo de deporte, ni los buenos y cuidados salones, además los artefactos eléctricos de última generación. No, nada de eso, lo que más me gustaba era: el uniforme.
¿Saben en esos programas juveniles de la televisión, donde los uniformes eran faldas, camisas y corbatas? Pues algo así era el del St. Anne.
La falda era azul oscura plisada, hasta la mitad del muslo o el largo que el estudiante prefiera. Camisa blanca, corbata azul oscura, americana azul oscuro con franjas blancas en los bordes. Chaleco o suéter a preferencia del estudiante. Era la ventaja de estudiar en un instituto de niños pijos, todo era a preferencia del estudiante. Porque la autoridad no eran los profesores, ni el director, eran los representante ricos que donaban cada año generosas cantidades de dinero para que el Instituto siguiera siendo el que era hasta ahora.
Había un dicho que decía: por el dinero baila el mono. Pues por el dinero, baila el St. Anne.
Estaba deslizando la camisa sobre mi torso y abrochando los botones, cuando un sonido extraño llamó mi atención. La llave de la regadera.
Fruncí el ceño, hasta hace un segundo habría jurado que era la única en los vestidores. Pero claro, con tanto griterío de mi parte, ¿qué pude haber escuchado?
Me embargo la curiosidad, y con mi camisa a medio abotonar. Camine hasta las duchas, siguiendo el sonido del agua cayendo contra las losas. Mientras más me acercaba, un sonido se hacía más claro. Golpeteos.
Era un golpeteo húmedo y constante, que tomaba velocidad.
El sonido me dio una idea, pero no quise hacer conjeturas hasta verlo con mis ojos. Pero mis conjeturas tomaron fuerzas, al escuchar suspiros sutiles y gruñidos varoniles.
Parece que había una pareja traviesa que se había escabullido para tener sexo.
Con una sonrisa macabra adornando mi rostro, camine en puntillas acercándome con sigilo.
Un corto trayecto después, ahí estaban. Sólo podía ver con claridad la ancha espalda masculina y unos glúteos blancos y pecosos. Mechones de cabello marrón se extendían por la espalda del chico, mientras este bombeaba con constancia entre las piernas abiertas de la chica, las cuales se aferraba a las caderas de él. Admire como los glúteos se tensan y destensan. Tenía un buen culo.
La chica dejó caer la cabeza contra la pared, con los ojos cerrados y la boca abierta en una perfecta O. Conocía a la chica, claro que sí. No éramos amigas, de hecho teníamos un disgusto mutuo. Michella Pastrinni, estaba siendo follada contra la pared de la ducha del vestidor de chicas.
Me mordí el labio, conteniendo la risita que pugnaba por salir.