Rapture; el éxtasis de la juventud

4. | "La soledad dentro de mí"

No hay soledad más tortuosa, que la que se impone uno mismo.

ENRICO MORETTI.
 






—Amanda, ¿sabes donde en que parte de la ciudad hay tiendas de dulces?

Amanda, una joven de veintiocho años, me dirigió una mirada extrañada. 

—¿Para qué quiere usted saber de una tienda de dulces, señorito Enrico?

Resople ante el: «señorito Enrico».

—Necesito resolver un asunto—respondí—. ¿Si sabes? 

Amanda se encogió de hombros, y prosiguió con la preparación del desayuno.

—Pues mi hermana le compra sus dulces a mi sobrino, en la que queda en la calle Manuele Rossi.

Era tonto, ¿cómo no pensé antes en la calle Manuele? Si es que tenía tiendas para cualquier tontería. Y era una de la calle más turísticas de la ciudad.

Asentí.

—Gracias, Amanda. 

Me fui de la cocina, dándole privacidad para que siguiera con sus quehaceres. Amanda era la única persona, a parte de Bruno y Robín, que iban a visitarme a mi casa. Y no es como que Amanda era mi amiga, era la chica de limpieza y mis padres se encargaban de que recibiera su pago por cada día de limpieza que viniera. Que era... siempre. Ya que ella cocinaba para mí, y de paso se encargaba  echarme un ojo e informar a mis progenitores. Aunque, a pesar de todo, no quitaba el cariño que sentía hacia Amanda. 

Subí las escaleras, sintiendo la suave textura del mármol frío bajo mis pies descalzos. Mi casa era una muestra de lo desprovista de emociones que estaba mi vida. Era una construcción moderna, con largos ventanales del suelo al techo, con productos de acero inoxidable y mármol por todos lados. Estaba decorado con temas minimalistas, con pinturas abstractas aquí y allá que cuestan un dineral, y no entiendo ni mierda de los trazos hechos. Los colores blancos, negros y azules dominaban la gama de colores de las cortinas, los muebles y las paredes. 

Todo era tan aburrido y desprovisto de vida, como el mismo dueño. O sea, yo.

Entre a mi habitación, caminando al cuarto de baño para darme una ducha antes de ir a comprar las putas piruletas de la loca. Era sábado, y era el perdedor más grande por estar despierto tan temprano. Pero últimamente necesitaba quemar energía.

Además de que la loca aún le rondaba la cabeza. Nunca antes en su vida le habían dado de probar una cucharada de su propia medicina, nunca había prestado atención a mi forma de tratar a las personas que me rodeaban, ¿para qué? Si el noventa y nueve punto nueve por ciento me valía mierda, y ese uno que quedaba eran Bruno y Robín.

Cogí una toalla y descalzo, sin camiseta y los pantalones de pijamas que le colgaban flojos en las caderas, se encaminó al gimnasio privado de su padre—que no venía desde hace meses—, por lo cual era mío ahora. 

No iba a decir una mierda como que estaba arrepentido por tratar mal a la chica de la biblioteca. La chica se estaba entrometiendo en una conversación privada, y que le diera gracias a Dios que me cogió de buen humor. No había dicho nada que fuera mentira, la chica estaba irritando con su ridícula forma de mandar a callar, como si tuviera derecho a algo por encima de mi, igualada. 

Colgué la toalla en el brazo de la caminadora, la encendí y comencé a correr. Nos había cuanto tiempo dure, pero sólo me detuve cuando la planta de los pies comenzó a incomodarme por el roce del suelo áspero de la caminadora. 

Me deje caer en el suelo y comencé a hacer una serie de abdominales, combinado con lagartijas y plancha. La respiración comenzó a acelerarse y mi cuerpo a transpirar.

Mientras mi mente volvía al día de ayer. Aceptaba que sintió un brote mínimo—menos que mínimo—, de humillación. Nunca antes lo habían tratado de esa forma tan grosera. Aunque el no dejaría de tratar a la gente como se le diera la gana porque a una chiquilla tonta se le dio por hacer de espejo moral, no. De hecho, la actuación de ayer de Laurent Genovieve sólo me había hecho desear haber apostado su virginidad. 

Aunque dudaba que la chica fuera virgen, con ese descaro nadie podría ser virgen. Ahora, sólo quería comprar las putas piruletas para que mantuviera la boquita cerrada. Así tendría el beneficio de estar un escalón por encima de Michella, lo que me da el poder de pedirle cualquier cosa. Como por ejemplo, que deje de joderme la existencia.

Terminé mi ejercicio y camine a mi habitación con la respiración acelerada y sudando como un cerdo. Me di una ducha rápida, lavando mi cabello. 

Salí del baño con una toalla envuelta en la cintura. Comencé a revisar mi armario. Me quite la toalla, quedando desnudo. 

—¡Señorito! —exclaman tras de mi.

Me di la vuelta, sin inmutarme.

—¿Qué? 

Me hice el idiota. A Amanda se le subieron todos los colores al rostro y yo la observe divertido, a pesar de no demostrarlo. Me recorrió con la mirada de arriba para abajo y cuando llegó a mi entrepierna, se quedó ahí. Arquee una ceja.

—¿Se te perdió algo en mis pelotas? 

Amanda se puso más roja si se podía, y retrocedió dando pesadas respiraciones.

—Tiene el desayuno listo, señorito—grazno, alejándose torpemente—. Disculpe mi impertinencia. 

Luego huyó, cerrando la puerta tras de sí. Sonreí, considerando la idea de follar a Amanda. 

No era una chica fea, aunque tampoco era guapa. Tenía el cabello castaño oscuro, con unos bonitos ojos color miel, tenía curvas pero no tantas. Era... aceptable. 

Me vestí con una sudadera, vaqueros y zapatillas para hacer deporte. Baje las escaleras, desayune los huevos con tostadas que Amanda había dejado para mí en la encimera de la cocina y salí al garaje. 

Tome un auto y me fui sin despedirme de Amanda. 

Llegué a la calle Manuele, bajando por la calle con la vista puesta en las vitrinas de las tiendas. No quería estacionar para otra cosa que no fuera lo necesario. Luego de tanto buscar, encontré una tienda de dulces. Busque lugar donde aparcar, apague el auto y salí. 

El aroma de la tienda lo decía todo. Olía tanto a caramelo, que el sólo respira este aire temía volverme diabético. Habían estantes con caramelos de todos los tipos. Impaciente, recorrí los estantes hasta llegar a la zona de piruletas.

Tome un paquete de las que tenían forma de corazón y eran rojas. No sabía si eran esas, tendría que conformarse si no eran, mucho hacia con ir a comprarlas.

Pague las piruletas, salí de la tienda y deje las piruletas en el asiento de copiloto. Apenas había encendido el coche, cuando recibí una llamada de Robín. Suspire, apagando de nuevo el coche y respondiendo la llamada.

—¿Qué quieres?

—Todos los días me hago la misma pregunta, ¿cómo es que soy tu amigo?

Puse los ojos en blanco.

—Sólo yo aguanto tus estupideces, por eso somos amigos.

—Eres jodidamente mentiroso.

Rodé los ojos.

—¿Me dirás que quieres o pasarás toda la conversación soltando chorradas?

—Esta bien, no me cuelgues, que te conozco—me tranquilizó, sentí la sonrisa en su voz—. Te llamaba para invitarte al Red está noche. 

—¿No pudiste enviar un texto?

—Dios, estas en tus días. Quería escuchar tu voz, cariño, ¿soy demasiado molesto para ti?

Suspire.

—No quiero salir.

—¿Por qué no?

—Porque no me da la puta gana, ¿así o más claro?

—Claro como el agua.

Gruñí y corte la llamada. Hoy era uno de esos días que ni yo mismo me aguantaba.

Encendí de nuevo el coche y retome mi camino de vuelta a mi hogar. 

Había tardado una hora en la faena y cuando llegue a mi casa, estaba sola. Amanda había dejado una nota en la encimera, que decía que volvería mañana en la mañana. Había dejado el almuerzo y la cena preparados y guardados en unos tupper. 

No tenía hambre por lo que comencé a subir la escaleras, cuando mi teléfono recibió otra llamada. Ahora era Bruno, joder. Respondí.

—¿Ahora que quieres tu?

—Con que Robín tiene razón y estas en tus días.

Le gruñí.

—Si vienes a joderme, cortare la llamada. 

—Sólo jugaba, tronco. Relájate un poco, joder, que te saldrán canas antes de tiempo.

Rodé los ojos, mis piernas se quejaban un poco por el ejercicio de más temprano. Por lo que me senté en uno de los fríos escalones de mármol.

—¿También vas a invitarme al Red? —le pregunté.

—Si, necesitas distraerte.

—Lo único que necesito es un porro.

—Ven esta noche y te daré más que un porro. 

Entrecerré los ojos.

—¿Eso es lo que me darás a cambio de ir?

—Soy un buen negociantes, así que si. 

Lo pensé, ¿para qué quedarme? ¿Para seguirme compadeciendo y recordando en cada rincón a Marcia y la relación perdida de mis padre? No, no quería seguirme torturando.

—Esta bien—acepte a regañadientes. 

Se río.

—No vas a arrepentirte. 

Colgué la llamada y deje caer mi espalda, mi vida era una mierda. Tenía todas la herramientas para hacer mi vida un mágico cuento adolescente y no las utilizaba, yo era el claro ejemplo del dicho: Dios le da pan a quien no tiene dientes. Intentaba recordar en que momento de mi adolescencia me volví tan tosco, no encontraba la raíz.

Me resigne y me levanté de las escalera, subí hasta llegar a mi habitación. Me quite los zapatos y la sudadera, camine hasta la cómoda al lado de mi cama y saque el porro a medio terminar de la noche anterior. Ya había acabado los últimos gramos que había comprado hace unos días.

Lo encendí y le di una larga calada. Al inicio sólo fue el humo dentro de mi, luego mi cuerpo se puso lánguido y relajado. Me deje caer en la cama, los recuerdos de mi infancia, cuando era feliz y no lo sabía, daba vueltas en mi mente en una vorágine tortuosa de momentos irrecuperables. Cerré los ojos y me dormí. 










Me despertó el sonido insistente del timbrazo de mi móvil. 

Tenía la boca pastosa y la mente embotada. Me sentía como la mierda. Mi teléfono seguían timbrando a mi lado, le eche un vistazo y era Bruno.

—¿Qué? —grazne de malos modos.

—¿Vas a venir o voy a buscarte? 

Cerré los ojos. 

—Yo voy.

Colgué la llamada y me di cuenta de que era de noche.

De mala gana, me levanté para bajar las escaleras. Calenté la comida que Amanda había dejado para mí y la comí, no era lo suficientemente imbécil como para irme de copas y no cenar antes. Solo quería pasar una agradable borrachera, no un coma etílico.

Me duche y vestí con unos vaqueros negros, un suéter manga larga de cuello de tortuga también negros y unas vans. Lo acompañe todo con un abrigo negro y baje hasta el garaje. Cogí el mismo coche de esa mañana y me puse en marcha al Red. 

El Red, era una disco ubicada en el centro de Roma, era muy solicitada ya que su dueño—el padre de Bruno—, era un empresario de renombre. Y demostraba su elegancia con el club, cada semana hacían una temática nueva, ya fuera con la música o con la vestimenta. Hoy era noche de neón. 

Llegué hasta la disco, cuando mi coche se detuvo en la acera de la entrada, bajé entregando las llaves al valet parking. 

—Buenas noches, señor—saludo, tomando la llaves de mi mano. 

Pase de el. Camine hasta la entrada, los escoltas que vigilaban la entrada me dejaron pasar sin siquiera hablar. 

El interior del Red era una vorágine de cuerpos sudorosos, y luces estroboscópicas que me dejaban ciego. Me dirigí hasta las escaleras de hierro forjado ubicadas en la esquina este del primer piso.

—Nombre—pidió el escolta que vigilaba quien subía a la zona vip, tenía una lista en sus manos.

—Enrico Moretti.

El hombre se apresuró a darme paso.

—Si, señor, disculpe. El señorito Bruno lo espera arriba.

Sólo subí, ignorando a su persona

La zona vip era más tranquila, con menos flujo de gente y con una pista de baile de lujo, ya que nadie bailaba. El murmullo de las conversaciones recorría el espacio, un ventanal largo se extendía sobre la pared, dando la vista de la planta baja. 

Bruno, Robín y otros chicos que no me interesaban, estaban sentados en un sofá.

Se dieron cuenta de mi llegada, cuando llegue hasta ellos.

—Hombre, hasta que decides salir de tu casa—molestó Robín. 

A su lado está sentado un chico moreno, supuse que era Gustaine Machado.

—No lo hice por ti, eso es seguro—respondí, dejándome caer al lado de Bruno.

—¿No vas a saludar a nadie? —molesto Bruno.

Me mantuve serio.

—Ninguno me interesa lo suficiente para saludarlo. 

Bruno y Robín acostumbrados a mí, sólo rieron.

—Aquí tienes, embriágate—Bruno dejó una botella de tequila en mi mano—. Para que después no digas que no cumplo mis promesas. 

Me serví tequila en un vaso que estaba sobre la mesa de cristal frente a mí. Bebí el trago de un sorbo. 

—La estarías rompiendo porque me prometiste algo más fuerte. 

Bruno entendió lo que quise decir.

—Calma, campeón. Que lo bueno se hace esperar. 

Resople, sirviéndome otro trago. Cada trago que daba al líquido transparente dentro de la botella, una calidez poco natural se instalaba en mi pecho, bajaba por mi esófago hasta adueñarse mis miembros. Cuando ya llevaba una buena parte, la mente comenzó a relajarse hasta el punto que comenzó a soltarme la lengua. 

Era lo que más odiaba de embriagarme, hablaba estupideces sin parar hasta que la borrachera pasaba. Era fastidioso.

—Tu eres Gustaine, ¿no? —le hable al chico que estaba junto a Robín. 

El chico me regaló una sonrisa de dientes al descubierto.

—Si, ese soy yo, pero prefiero ser Gus.

—¿Cómo el ratón de la Cenicienta?

El río.

—Justamente—acepto sin vergüenza—. Es el apodo que me puso mi mejor amiga, dice que soy tierno como Gus Gus. 

Estaba hablando de Laurent.

—¿Tienes una mejor amiga? —me hice el interesado. 

—No te hagas el tonto—sonrió pícaro—. Si te encontró follando en los vestidores de chica.

Bruno, a mi lado, se atragantó con su trago.

—¿Qué? —exclamo Robín. 

Jodida chica. Asentí sin darle importancia.

—¿Te encontraron follando en los vestidores?

La pregunta de Robín fue hecha al mismo tiempo que Bruno decía:

—¿Con quién estabas follando en los vestidores?

Resople, tomé un sorbo de mi trago. 

—Si, estuve follando a Michella Pastrinni en los vestidores.

Me miraron boquiabiertos. 

—¿Otra vez con la muñeca inflable? —reprochó Robín—. Es una jodida molestia esa chica, no se como si quiera puedes tocarla.

—Claro que no lo entiendes, eres homosexual.

—Aún así, si fuera hetero tampoco podría.

Se estremeció con una mueca de asco. 

—¿Y eso cuando fue? —indago Bruno, chismoso como el sólo.

—Hace unos días.

La conversación se cortó cuando yo no quise dar detalles. Robín y Gustaine se comían con la mirada sin disimular su deseo mutuo. La verdad era que Robín no era homosexual, de hecho, Robín tenía preferencia por los penes, pero había algunas chicas que le llamaban la atención. El era bisexual cuando le convenía.

—Acompáñame—pidió Bruno, levantándose del sofá. 

Lo imite, dejando mi trago en la mesa de cristal. Bruno comenzó a caminar, esperando que lo siguiera. Los seguí sabiendo que era el momento. 

Llegamos hasta los baños y entramos. Metió la mano en un bolsillo y sacó una pequeña bolsita llena de un polvo blanco, coca. 

—Papá tenía escondida de la mejor coca—me contó, mientras hacia rayas en la encimera de mármol—. Pensó que podría esconderlo de mí, ya ves que no lo logró.

Habían cuatro rayas perfectas en la encimera. 

—Ten, disfrútala—me paso un billete enrollado hasta formar un pitillo. 

Cogí el billete con la mano derecha y lo observe por unos segundos, era primera vez que probaría la coca, ¿hasta dónde iba a llegar su vida? ¿Qué tan jodida tenía que estar una persona para recurrir a sustancias ilícitas para tener un poco de paz? Dude unos segundos, ¿estaba seguro de lo que iba a hacer?

—No me digas que vas a rayarte ahora—se quejó Bruno. 

Negué con la cabeza, seguro o no ya estaba ahí. Me incline hacia adelante y esnife una línea con un orificio nasal y otro línea con el otro. 

Inmediatamente sentí la subida de adrenalina. 




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