Razones para no morir

Capítulo 11. Roma Roma.

Soleil

Soy un desastre.

Suelto el lápiz y clavo mis ojos en las tres palabras que he escrito en un papel.
Finalmente llevo mis manos de nuevo al papel y lo doblo como si fuera una carta.

Al principio de mi adolescencia recuerdo que recibía una carta todos los meses. Fueron en total unas 24 cartas… durante dos años. Todas aquellas cartas terminaban en cuatro palabras: para ti: Mi Roma.

No nací en Roma y tampoco la frecuentaba siempre. Al principio pensé que el destinatario era otro y que alguien se confundió conmigo, pero al parecer no era así.

Cada mes en la fecha de mi cumpleaños aún si no era mi cumpleaños me llegaba una carta. Cada 22 de cada mes.

Nunca supe quien me las enviaba. Siempre aparecían dentro del estuche del violín. O… en mi cama.

Vuelvo a mirar la hoja donde escribí tres palabras. Esto es demaciado tonto.

Cuando tenía 13 años comencé a llenar una libreta como si fuera un diario, pero no era cualquier diario. Era uno con Dios. Todos comenzaban en un: querido padre celestial.

¿Por qué paré de escribirle a Dios?

Y así iba.

Han pasado semanas. Aún no me acostumbro a este lugar. Estamos a mediados de Marzo. La primavera se acerca.

Todos los días me levanto con la sensación y la voz en mi mente que dice: “Hoy es el día. Hoy Valerian te encuentra”.

El miedo de que eso sucediera me acechaba hasta en la madrugada.

Últimamente vivo en el Conservatorio y visito el caserón… es un decir claramente, no vivo en el conservatorio literalmente. No seguiría viva.

Mis ensayos con Cassian han mejorado pero… no hemos empezado a ensayar el repertorio. Pero conseguimos tocar escalas y arpegios al unísono.

Si hablamos de Margaret… A finales de febrero la encontramos inconsciente en el baño. Scarlett se quejaba de que Margaret llevaba demasiado tiempo ocupando el baño. Ahí llegó Amanda y cuando abrieron la puerta Margaret estaba pálida e inconsciente dentro de la bañera.

Llamamos al hospital a tiempo. Casi muere. Todo culpa del cansancio y la sobredosis de calmantes.

Ella no estaba bien. En realidad si iba a morir pero, Cassian, Lowell y Aster intervinieron. Sacaron a todo el mundo de la habitación, eso incluía a los doctores.

Pero cuando yo estaba a punto de salir Lowell me lo impidió. Me pidió que me quedara. Y así lo hice.

Me senté en uno de los bancos y bajé la cabeza sin saber qué hacer cuando estos tres comenzaron a orar. Colocaron sus manos sobre los brazos de Margaret.

Lowell apoyó la mano en el antebrazo, Cassian la puso en el hombro de Margaret y Aster tomó la mano de ella.

Sus oraciones iniciaron en susurros. Luego el tono subió en súplicas a Dios y acabó en voces cargadas de autoridad reprendiendo en el nombre de Jesús todo tipo de enfermedad y espíritu de muerte.

Alejaron sus manos de Margaret y dieron gracias a Dios por la vida de ella con dulzura.

Milagrosamente aquella misma noche nos llamaron de nuevo. Estábamos dormidos los cuatro en los bancos afuera de la habitación cuando los doctores y enfermeros nos llamaron alarmados.

Margaret estaba viva y no había signos de enfermedad alguna. Ningúna secuela de la sobredosis. Ninguna enfermedad a causa de las veces que Margaret dejó de comer. Solo un cuerpo humano que necesitaba dormir, agua y comida saludable.

Los doctores no entendían nada. Solo recuerdo haber visto a Cassian sonreír y mover sus labios en palabras que nadie escuchó y se echó de nuevo a dormir mientras los doctores seguian alarmados.

Lowell se estresó porque interrumpieron su sueño y no pudo volver a dormir, se sentó en un banco largo al lado de la cama de Margaret y Aster caminó hasta él, y se recostó en el banco y apoyó su cabeza en las piernas de Lowell y volvió a dormir.

Yo miré de nuevo a Cassian. Su labio se había curado desde el puñetazo que le di pero, le quedaba una pequeña cicatriz. El día de hoy la cicatriz no está, como si nunca hubiera pasado nada.

Miré por última vez a Margaret y me acosté a dormir.

Esa madrugada me hice una pregunta

¿Cuándo había sido la última vez que escuché orar a alguien?

¿Cuándo fue la última vez que decidí cerrar la puerta de mi habitación, ordenarla y arrodillarme al pie de mi cama y hablar con Dios?

No recuerdo la última vez que oré por simple placer. Todas las que recuerdo haber orado eran pidiendo.

Solo pedir y pedir y pedir, luego seguir con mi horrible vida.

Bajo la mirada hacia la hoja en mis manos y me levanto de la cama. Abro el cajón del escritorio el cual está vacío… aún.

Coloco la carta dentro.

Respiro profundo y desvío la vista hacia la ventana.

Levanto mis manos y las pasó por el cabello levemente ondulado. Llevo mis ojos hacia la puerta.

Una mueca se forma en mi rostro con el simple hecho de pensar que tengo que salir para allá fuera.

Muevo mis pies, abro la puerta y salgo.

—¡Buenos días, Soleil! —grita Lucian saliendo del baño que está al final del pasillo a mano izquierda.

—Buenos días, Lucien —él levanta su mano en respuesta y se dirige a su cuarto.

Decido bajar las escaleras.

No quiero socializar.

¡Qué flojera!

—Buenos días, Soleil. ¿Una tostada?

—No, gracias, Eleonor. No tengo hambre —respondo sin detener mi camino hacia la biblioteca.

—¡Nunca me aceptas un pan! —Grita la rubia y aún así no me doy la vuelta.

—¡Algún día, Eleonor! —coloco un mechón detrás de mi oreja. Susurro algo sin que me escuche —. Algún día.

Esquivo a uno y luego a otro.

¡Recuerda Soleil, nada de socializar!

Al entrar en la biblioteca inesperadamente me encuentro a Aster.

Quien no me ha visto y no me verá si salgo lentamente.

Doy un paso atrás y luego otro. Miro el suelo para que no sienta mi mirada ni mi presencia.

—¿A dónde vas, Soleil? — me detengo en seco y levanto la mirada. Ella ni siquiera ha volteado la cabeza.




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