Al subir el escalón de la puerta principal, tropezó. Un poco apenada, levantó la mirada y me observó fugazmente antes de caminar deprisa hacia la cocina. La vi a lo lejos, desde la escalera. No podía evitar mirarla, incluso aunque quisiese. Emocionada, le hablaba a mi mamá de las flores que le había traído. Luego, ambas se encaminaron al jardín y, al verla con aquellos pantalones holgados, el cabello un tanto desarreglado y una que otra mancha de tierra en su rostro, lo supe, quizá demasiado tarde: me había enamorado de Savannah Spencer. Quería encontrar alguna razón para no hacerlo, pero me era imposible, pues Savannah solo me daba cientos de razones para amarla.
Un año antes.
—¡Odio esta pocilga! —exclamé mientras, de mala gana, introducía la llave en la puerta principal de la que ahora sería mi casa.
—¡Basta, Gerard! Sabes que odio que te expreses de esa manera —reprendió mi madre, mirándome molesta para luego pasar a mi lado con un par de maletas—. Si no quieres parecerte a tu padre, deja de hablar así —añadió después, mientras me miraba a la distancia con un semblante más suave.
Levanté ambas cejas y observé con detenimiento a mi alrededor. Debía aceptar que mi vida sería muy diferente a partir de hoy. Estaba acostumbrado a ciertas comodidades, las cuales me habían sido arrebatadas de tajo por el hombre que más odiaba en el mundo: mi padre.
—Voy a escoger mi habitación —dije, disponiéndome a subir las escaleras.
—No tardarás mucho en escoger, solo hay dos —comentó mi madre a manera de burla. Yo solo sonreí falsamente y comencé a subir.
Escogí la habitación más pequeña. Dentro de todo el caos que mi padre nos había ocasionado, al menos quería que mi mamá durmiera en un espacio cómodo. Entré a la empolvada y vacía habitación y maldije para mis adentros.
De pronto, mi madre gritó desde el patio delantero: —¡Gerard, ya llegó el camión de la mudanza! ¡Por favor, baja para que me ayudes!
Puse los ojos en blanco y, mientras me encaminaba hacia ella, trataba a toda costa de cambiar mi actitud, pues lo que menos quería en ese momento era una discusión. Estaba demasiado cansado y fastidiado como para cerrar el día peleando con mi mamá.
Mientras esperábamos a que el camión se estacionara, una animada joven se acercó torpemente hacia nosotros.
«¿Y esa vagabunda qué?», pensé, mirándola de manera burlona, pues su apariencia fachosa me causaba unas ganas tremendas de echarme a reír. Mi semblante cambió al notar que, efectivamente, venía hacia nosotros. «Mierda, viene para acá».
Mi madre me pellizcó el hombro y me miró furiosa. —¡Gerard, basta!
—¡Hola, señora Reed! —exclamó la joven a lo lejos. Mientras agitaba su brazo en forma de saludo, se acercaba cada vez más. Miré a mi madre, extrañado.
—Hola, Savannah. Pero mira nada más, ¡qué linda estás! —dijo mi madre mientras extendía sus brazos para abrazar a aquella chica. Traté de mirar hacia otro lado.
—Mi mamá está ansiosa por verla, señora Reed. Mire, le traje estas pequeñas flores para que las ponga en su casa. Es un pequeño detalle de bienvenida.
Mi madre, con un rostro lleno de alegría, recibió una maceta con unos pequeños brotes de flores. No tenía idea de qué tipo de planta era, pero me daba gusto verla con un semblante tranquilo. Tal vez había valido la pena que lo hayamos perdido todo; hacía mucho que no veía a mi mamá con una verdadera sonrisa.
—Gracias, Savannah, tú siempre tan amable. En cuanto acomode los muebles, le buscaré un lugar especial, ya verás. ¿Dónde está tu madre ahora?
—Fue a trabajar al restaurante. Dijo que saldría temprano para hacerle una cena de bienvenida, claro, solo si no está muy cansada, señora Reed.
—Para mi mejor amiga y para su bella hija, por supuesto que tendré energía.
Mientras mi madre y aquella muchacha con apariencia de pordiosera conversaban, yo me mantuve con los brazos cruzados, en silencio, viendo cómo el camión de la mudanza al fin terminaba de estacionarse. Un par de hombres abrieron las puertas y comenzaron a bajar nuestras pertenencias. Supervisé que bajaran las cosas con cuidado y entonces noté que la joven se me había quedado viendo.
—¿Qué me ves? —pregunté de manera descortés.
Ella solo sonrió, sin dejar de mirarme. —Él es su hijo, ¿verdad, señora Reed?
—Sí, estás en lo correcto, es mi hijo Gerard —dijo mi madre, queriendo matarme con la mirada y haciendo una mueca para que fuera cortés y no la dejara en vergüenza.
—Hola, soy Savannah.
Extendió su mano manchada de tierra para que yo la tomara, pero no hice más que mirarla con desagrado. Sin borrar su sonrisa, se limpió la mano en el pantalón y la volvió a extender. Nuevamente, la miré sin expresión alguna y me encaminé al camión para indicar a los trabajadores dónde poner nuestras cosas.
—Aún tengo objetos de valor. Por favor, señores, tengan cuidado.
Mientras me alejaba, pude escuchar a mi madre disculpándose con ella por mi actitud. En el ir y venir para ayudar a acomodar los muebles, una de las cajas que llevaba se rompió por debajo, provocando que varias de mis pertenencias cayeran y se hicieran añicos.