Razones por las que me enamoré de Savannah Spencer.

Dos

Comencé a sentir hambre. Con el orgullo hecho pedazos, bajé al comedor. Mi madre ya estaba preparando la cena; en silencio, me acerqué y me paré a su lado para prepararme un café. La miré de reojo, intentando encontrar las palabras adecuadas para iniciar una conversación.

—Si quieres cenar, la cena está ahí. Sírvete —dijo mi madre con severidad, sin siquiera dignarse a mirarme. Eso me dolió, pues ella era la única mujer a la que había amado de verdad.

—Ma, lo siento —dije, bajando la cabeza, pues sabía que mi actitud de la tarde había sido grosera.

Mi madre se giró hacia mí y su expresión severa se ablandó un poco. Su mirada, que segundos antes era dura, se volvió más benevolente. Suspiró y me tocó la mejilla. —Eres un buen hijo, casi nunca me das problemas. Eres bueno, Gerard, pero a veces eres muy soberbio y orgulloso. Te falta humildad, hijo. Debes trabajar en eso, por favor, o terminarás como tu padre.

—Yo no soy mi padre —respondí, tomando la mano de mi mamá para darle un beso.

—No, no lo eres, hijo.

Para relajar un poco el ambiente, tomé a mi mamá por los hombros y la miré con una sonrisa. —¿Qué te parece si mejor cenamos? Muero de hambre y lo que cocinaste huele muy bien. ¿Podría este humilde servidor acompañarla a cenar, por favor? —pregunté, para después acomodarle la silla.

Con apuro, le serví su plato y le acerqué todo lo necesario para que no tuviera que levantarse. —Eres un caballero, hijo —mi madre hizo una pausa, se llevó un bocado a la boca y después adoptó esa posición suya con la que yo sabía que vendría un nuevo sermón.

—Suéltalo, mamá. ¿Qué vas a decirme?

—Fuiste muy grosero con Savannah. Quiero que, por favor, en cuanto puedas, te disculpes con ella.

—¡Mamá, por favor! —exclamé, poniendo los ojos en blanco—. Y a todo esto, ¿quién es esa pordiosera?

—No es ninguna pordiosera, Gerard —replicó mi madre de inmediato—. Savannah es la hija de mi mejor amiga. Es una muchacha muy dulce y muy trabajadora, algo que tal vez deberías aprender de ella.

—Mamá, yo voy a trabajar, por supuesto que sí, pero debo acabar mis estudios. ¿O qué quieres, que ande por ahí recogiendo basura?

—Gerard, ya te lo dije: te falta humildad, conocer un poco la realidad. Todo lleva esfuerzo y sacrificio; estás muy malacostumbrado, hijo. Has decidido vivir conmigo, entonces debes ver que las cosas serán diferentes. Ya no tenemos la misma posición social a la que nos tenía acostumbrados tu padre. Lamento no poder darte los lujos con los cuales viviste toda tu vida.

En ese momento me sentí de lo peor, pues mi madre me hacía ver como un malagradecido, cuando la verdad era que yo estaba orgulloso de ella por haber salido de las garras de mi padre.

En cuanto a lo económico, habíamos quedado en la ruina, pero yo adoraba a mi madre y teníamos una relación llena de amor y respeto, a pesar de que continuamente me regañaba por mis arranques. A veces perdía un poco el piso y me costaba admitirlo. Mi padre era un maldito que siempre la trató con demasiada severidad. Yo era el centro de su mundo, o al menos así mentía él; no podía escucharme llorar, porque todas mis quejas y vacíos los callaba con dinero.

Todo se me permitió hasta que las cosas cambiaron. Mi padre desapareció sin dar explicaciones; había lavado mucho dinero y se encontraba con la soga al cuello. Dejó en manos de mi madre todas las deudas que él adquirió y nos dejó en la calle. Semanas después, mi madre supo que la había estado engañando durante mucho tiempo con su secretaria, quien era su cómplice y con quien había huido. Por fortuna, mi madre era una mujer precavida. No tenía tanto dinero como mi padre, pero había ahorrado lo suficiente como para reparar la casa de su infancia y convertirla en un hogar habitable. Fue así como habíamos llegado de nuevo a las calles donde ella creció.

Aquel lugar no se parecía en nada a lo que yo estaba acostumbrado. Me tomaría tiempo adaptarme, pues jamás había tenido carencias, pero estaba dispuesto a afrontarlo todo con tal de que mi madre estuviera bien.

—Me disculparé con esa muchacha, si eso te hace feliz —le dije a mi madre después de la cena.

Ella me miró con dulzura y se puso de puntillas para darme un beso en la frente. Tuve que agacharme un poco, pues soy demasiado alto.

Luego de eso, se fue a descansar y yo me encargué de limpiar la cocina. A la mañana siguiente, me desperté temprano, me puse presentable y bajé deprisa para encontrarme con mi mamá, quien desde muy temprano ya estaba preparando el desayuno.

—Buenos días, mamá. ¿Podrías esperarme unos minutos? —pregunté mientras me acomodaba el cuello de la camisa.

—Claro que sí, hijo. ¿Adónde vas tan guapo? ¡Qué bien hueles!

—Haré lo que te prometí: me disculparé con la hija de la vecina. Si es especial para ti, merece mi respeto.

Mi madre, con una amplia sonrisa, me acompañó hasta la puerta y se detuvo en el umbral para ver la escena. Crucé la calle y, al llegar a la casa de enfrente, me giré para ver a mi mamá, que seguía ahí, de lo más emocionada. Toqué un par de veces.

—¡Ya voy! —gritó una voz desde adentro.

Esperé, y al poco rato aquella muchacha, Savannah, abrió la puerta. Llevaba una playera negra holgada, estaba descalza, despeinada y con un vaso de jugo entre las manos. Al verme, fue como si entrara en pánico, pues su primera reacción fue escupirme el jugo en la cara.




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