Razones por las que me enamoré de Savannah Spencer.

Tres

Hice lo que le había prometido a mi madre: pedí sinceras disculpas a aquella muchacha andrajosa. En verdad estaba arrepentido de haber avergonzado a mi madre con mi actitud descortés, pero eso no cambiaba mis pensamientos; aquella muchacha se veía muy desalineada y sucia.

Mientras mi madre veía algunas recetas de cocina para la cena especial del reencuentro con su amiga, me dispuse a dar una limpieza profunda a la casa. El trabajo para mí solo era mucho y probablemente no terminaría, pero al menos quería que nuestro hogar se viera presentable. Si aquella cena era importante para mi mamá, también lo era para mí.

Al pasar el rato, mientras limpiaba, de vez en cuando revisaba mi teléfono para ver si me había llegado algún mensaje. Lo único que recibí fue uno de la universidad donde estudiaba Administración de Empresas: tenía un adeudo y debía cubrirlo si no quería que me dieran de baja.

—¡Mierda! —maldije en voz alta con una tremenda frustración.

Mi madre, al escucharme, corrió hacia mí con verdadera preocupación. —¿Qué pasa, hijo?

—Tengo un adeudo, mamá. Si no pago, me van a dar de baja. ¿Cómo voy a pagar si estamos en la ruina? Estoy por terminar mi carrera, no me pueden dar de baja —dije, realmente preocupado. Lo que más quería era terminar mis estudios, progresar, ser alguien de quien mi madre pudiera sentirse orgullosa y también estaba mi satisfacción personal de por medio.

—Vamos a solucionarlo, hijo, no te dejaré solo. ¿Cuánto debes?

—Mucho, mamá, debo mucho. No lo podemos pagar, es una universidad muy cara y ya sé lo que estarás pensando. Y la respuesta es no.

Conocía a la perfección a mi madre, tanto como ella me conocía a mí. Sabía que querría darme de sus ahorros para que yo continuara estudiando.

—Hijo, ya me lo pagarás después. Quiero que continúes tus estudios.

—No, mamá. Lo mejor es que administremos ese dinero lo mejor posible. Hay servicios que tendremos que pagar: luz, agua, internet... debemos ser cuidadosos.

—Yo estaba pensando en que tal vez podría pedirle trabajo a Lily.

—¿Quién es Lily?

—La madre de Savannah, mi amiga. Ella tiene un pequeño restaurante y le va muy bien.

—No, no, mamá, no quiero que trabajes.

—Hijo, los dos debemos apoyarnos. Ambos tendremos que trabajar.

—Bien, eso lo entiendo, pero permite que acomode mis ideas. No te imagino trabajando en una fonda, mamá. Lo voy a solucionar, ¿sí? En dos días se termina el permiso que pedí y volveré a la escuela. Buscaré alguna prórroga y algo se me va a ocurrir.

—Eres muy buen hijo, Gerard, ¿ya te lo he dicho, verdad?

Mi madre me abrazó y el peso que sentía en mis hombros se aligeró. Luego de aquel reconfortante abrazo, mi madre continuó preparando la cena y yo seguí con mis deberes. Estaba cansado, sudado y sucio, y no me di cuenta del correr del tiempo. De pronto, escuché el timbre de la puerta. Me sacudí un poco las manos y fui a abrir para encontrarme con la señora Lily, quien traía un pequeño pastel entre sus manos.

—Buenas noches —dijo con una sonrisa mientras me entregaba el pastel.

—Buenas noches, señora Lily. Por favor, pasen. Mi madre ya las está esperando.

—¡Qué muchacho tan atento! ¿Y qué guapo eres, verdad, Savannah? —la señora Lily volteó hacia Savannah, quien solo se sonrojó y bajó la cabeza avergonzada.

La señora Lily pasó de prisa al comedor para saludar a mi madre. Me quedé parado en la puerta, mirando a Savannah. Esta vez no estaba sucia; al contrario, tenía unas zapatillas blancas, un vestido corto rosa con delgados tirantes que hacían resaltar sus clavículas y el cabello suelto, adornado por una diadema de flores. La vi de pies a cabeza y me pareció enternecedor su intento por verse bien, pero se notaba a kilómetros que ese no era su estilo.

—Qué sucio te ves —dijo ella, poniéndome un ramo de rosas en las manos de mala gana.

—Eso lo arreglo en veinte minutos. Por favor, pasa.

Savannah levantó ambas cejas y caminó delante de mí. Cerré la puerta tras su paso y me encaminé tras ella a la cocina, donde entregué las flores a mi madre, quien las recibió con alegría. Luego, sin decir nada, subí a mi habitación para darme un baño y arreglarme un poco. De cuando en cuando escuchaba las risas de las invitadas y de mi madre. Me daba gusto verla contenta.

Cuando me disponía a bajar, una llamada inesperada entró a mi teléfono. Vi el contacto con el nombre de Abigail y respondí, algo desconcertado, pues hacía días que no sabía nada de ella.

—Hola, Gerard, ¿cómo has estado, amor? —me preguntó, y mi extrañeza fue aún más grande.

—Abigail, me sorprende mucho tu llamada. Hace días o, más bien, semanas que no sé nada de ti.

—Lo siento, cariño, pero mi padre no me dejaba llamarte. Perdóname.

—Claro, como ahora soy un pobre diablo, supongo que tu padre no quiere que te relaciones con alguien como yo, ¿no es así? —dije mientras recargaba el teléfono en mi hombro y me acomodaba la camisa.

—Gerard, no hables así. Sabes que me gustas mucho y no me importa si tienes o no dinero. Quiero verte, quiero seguir mirándote.




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