𝕽| 𝒄. ₀₆₀
—𝓒.𝓑─
Febrero se tiñó de un color excepcionalmente hermoso, destacando entre los meses sombríos que lo precedieron. Durante ese tiempo, me permití descansar y liberarme de las preocupaciones que habían plagado mi mente. Era como si el universo se hubiera propuesto consentirme y brindarme la tranquilidad que tanto anhelaba. Sin embargo, como era típico en mi vida, siempre había alguna excepción que rompía la armonía perfecta que había alcanzado.
El primero de marzo, intenté acercarme a Ron para felicitarlo por su cumpleaños, llevando un regalo que había conseguido gracias a la afición de mi padre por los Chudley Cannons. Sin embargo, lo que esperaba que fuera un gesto amistoso se convirtió en una nueva fuente de tensión y distancia en nuestra relación, en lugar de mejorarla.
—Es un perdedor al igual que su equipo, tranquila —trató de consolarme Blaise junto a Theo después de haber sido abruptamente ignorada por el pelirrojo. Parecía que la brecha permanecería por toda la vida.
—No se lo digan a las chicas, ni mucho menos a Draco, ¿sí? —pedí tras limpiar unas últimas lágrimas. Ambos dudaron, observándose pensativos—. Lo que menos quiero es que esto se convierta en algo que nos lleve a una guerra definitiva. Que sea nuestro secreto —propuse sonriendo débilmente. Aún dudosos, aceptaron mantener ese secreto conmigo.
La paz que experimentaba con Draco era como un bálsamo para mi alma, y no podía evitar pensar que quizás, en algún momento, podría ayudar a reconciliar a los demás. Pero por ahora, me concentraba en disfrutar de esta calma y apreciar los pequeños detalles que alegraban mi corazón, sin preocuparme demasiado por el enfrentamiento pendiente con Harry, Ron y Hermione. Era un tiempo para la felicidad y la armonía, y lo abrazaría con gratitud mientras durara.
—Debimos volver a casa por vacaciones —se quejó Draco, mientras terminaba de limpiar los restos de la broma de Peeves de Pascua; había sido víctima de ella por cuarta vez en el día—. Maldito poltergeist —susurró con frustración al tiempo que arrojaba su túnica sobre la cama y se dirigía a su baúl para sacar una nueva.
—No sé cómo pudiste creer que esos huevos eran reales, Draco —repliqué entre risas, tomando su túnica y llevándola al cesto de ropa sucia.
—Son huevos de verdad, pero ese fastidioso payaso sigue colocándolos estratégicamente donde los profesores dejan los de chocolate —me corrigió mientras caminaba hacia el baño con una muda nueva de ropa—. Si hubiera sabido que esos huevos de gallina explotarían, ni siquiera me hubiera acercado a ellos.
—Peeves ni siquiera sabe pintar correctamente, era muy obvio que no eran de chocolate —chisté, tomando una corbata nueva mientras salía con el uniforme limpio y dejaba el conjunto anterior en el cesto de ropa sucia.
Draco se acercó a mí con una sonrisa pícara. Nuestros dedos se rozaron mientras yo acomoda el cuello de su camisa, creando una conexión íntima y especial que solo nosotros entendíamos, como un pequeño secreto compartido entre nuestros corazones.
—Deberías decirle a tu madre que envíe algunos de sus postres —le sugerí en voz baja, pasando la prenda alrededor de su cuello y acomodándola con delicadeza. Sus labios se curvaron en una sonrisa juguetona mientras mis palabras resonaban en el aire. Sabíamos que esos gestos eran nuestro lenguaje privado, formas de expresar cariño y ternura sin necesidad de palabras. Con el nudo de su corbata bien ajustado, me acerqué a él, nuestros rostros a centímetros de distancia. Mis labios trazaron un camino de amor y devoción en su rostro, dejando claro cuánto lo amaba. Cada beso, un juramento eterno de nuestro amor incondicional.
—Te amo —susurré, dejando que esas palabras se deslizaran sobre su piel, y sentí cómo el mundo a nuestro alrededor desaparecía, dejándonos inmersos en un universo solo para nosotros dos.
—Te amo aún más —respondió él, sonriendo sobre mis labios.
A pesar de mis dudas, no podía negar que Draco tenía un poder sobre mí que trascendía cualquier lógica. Su presencia era como un bálsamo para mi alma herida, una luz en medio de la oscuridad que me envolvía. En sus ojos, encontraba un reflejo de la pasión y la intensidad que ardía en mi interior. Su sonrisa, tan sutil y magnética, me hacía creer en la posibilidad de un amor verdadero.
Cada gesto suyo, cada mirada furtiva, eran como pinceladas de un cuadro perfecto que se pintaba en nuestra historia. Aunque el destino nos desafiaba y el mundo nos miraba con envidia, nuestra conexión era tan fuerte que nada ni nadie podía separarnos. En ese momento, con Draco a mi lado, me sentía viva, valiente y dispuesta a enfrentar cualquier obstáculo que se interpusiera en nuestro camino.
Pasado un rato, retomamos nuestro itinerario del día, hasta que un encuentro inesperado nos detuvo en el corredor.
—Camila, es un placer verte —Dumbledore saludó cordialmente, dirigiendo luego su mirada hacia Draco con una expresión igual de amigable.
—Estoy de acuerdo, director —respondí con una sonrisa algo incierta, sintiendo que la presencia de Dumbledore auguraba un mal presagio.
Hace mucho que no lo veía... bueno, hace mucho que no mantenía una conversación real con él. Hablar con Dumbledore significaría abrir la puerta a todos mis pensamientos más oscuros y enfrentar lo que había estado evitando durante tanto tiempo. Sabía que en algún momento tendría que volver a verle, pero ¿cómo hacerlo sin resultar herida?
—Lamento la indiscreción, pero necesito hablar contigo. Es urgente —pidió de la manera más amable posible. Su urgencia era evidente, lo cual me resultaba extraño. ¿Por qué estaba tan impaciente? Eso no podía ser una buena señal.
—C-claro... —acepté con dificultad, volteando a ver a Draco y apenas despidiéndome con la mano, pues Dumbledore optó por el camino fácil y nos teletransportó directamente a su oficina. El pensadero ya estaba posicionado y listo para ser utilizado; eso solo aumentó mis temores.