Rebelión

Capítulo III Lugar Sagrado

CAPITULO III

 Lugar sagrado

 

 

Nos detuvimos frente a una casa de campo. Sus dos pisos eran de madera, tenía una amplia terraza lateral con vista a un campo de maíz bañado por los rayos del sol.

Dos niños corrían frente a la casa mientras un golden retriever los perseguía con una pelota en el hocico. Uno era un niño de unos diez años de edad, tenía una cabellera dorada al igual que la pequeña niña que corría, mucho más despacio, unos pasos detrás de él; ella solo tendría unos cinco o seis años, pero a pesar de lo mucho que se parecían, solo había un detalle en ambos capaz de llamar mi atención, sus ojos, eran los mismos, podría haberlos reconocido en cualquier parte del mundo.

Anabel despertó en cuanto apagué el motor.

-¿Dónde estamos? – Preguntó cubriéndose el rostro de los rayos del sol.

-No tardaremos mucho – Le dije evitando responder su pregunta – Solo necesito hablar un momento con alguien.

Salimos a la soleada tarde, el sol como siempre molestándome la vista, mis ojos se habían vuelto demasiado sensibles a la luz, por eso siempre usaba gafas oscuras. Nos acercamos a la casa. Uno de los niños se aproximó a mí y se quedó viéndome durante un rato sin decir nada, parecía estar inspeccionando algo que estaba fuera de lugar.

-¿Vienes por mi papá? – Me preguntó la pequeña, recelosa. No me había equivocado, eran sus hijos y era normal que, inconscientemente, me reconocieran.

-Solo vine a hablar con él – Le prometí al oído y le regalé una media sonrisa.

El niño también se había acercado, pero él no parecía reconocerme de la misma forma en que lo hacía su hermana; era normal, estaba creciendo, y cuando eso sucedía se iba perdiendo poco a poco la inocencia y el don de la visión.

La puerta principal se abrió y una mujer de unos cuarenta y tantos, pálida como la nieve y de cabello rojizo salió y llamó el nombre de los dos niños antes de percatarse de nuestra presencia.

-¿Puedo ayudarlos? – Preguntó acercándose mientras los chiquillos entraban corriendo en la casa.

-Soy un viejo amigo de Emil – Le dije quitándome las gafas de sol.

No me había prestado mucha atención hasta ese momento, y la sonrisa que desde un principio tenía en el rostro se desvaneció enseguida. Prácticamente sentí su indecisión y parte de su miedo. Nos examinó detenidamente antes de invitarnos a pasar. Se mostraba igual de recelosa que la pequeña, lo que me hizo pensar que tal vez sabía quién era yo, o al menos, se imaginaba lo que era.

Nos hizo entrar a una amplia sala toda de madera con anchos ventanales y varios sofás de cuero blanco. Los niños estaban en el piso jugando con una caja de creyones.

-Emil no se encuentra muy bien – Me notificó, y casi instantáneamente se corrigió – Se está recuperando de una enfermedad, no es nada grave; el médico dijo que solo tenía que descansar.

No necesitaba leer su mente para saber que mentía, y entendía cual era el motivo, yo también habría mentido.

-Solo quiero hablar con él – Le expliqué tratando que comprendiera el trasfondo de aquella respuesta.

Dudó un momento, pero luego asintió y me señaló el camino subiendo las escaleras. Me volteé hacia Anabel antes de subir; parecía confundida por el comportamiento de la mujer y el extraño intercambio de palabras, no era que no me lo esperara, tendría que explicárselo algún día, pero no hoy, y tal vez no pronto, todavía no.

-Quédate aquí – Le indiqué – Bajaré pronto.

No esperé su respuesta y subí las escaleras, escuché a la esposa de Emil ofrecerle algo de beber y luego nada, solo el sonido de mis pasos sobre la fina madera del suelo. Llegué a un largo pasillo cuyas paredes estaban atestadas de portarretratos; eran de los cuatro integrantes de la familia, la pequeña y pelirroja mujer abrazada al cuerpo de un hombre fornido, que aparentaba unos años menos que ella, con unos intensos ojos azules, una cabellera dorada bastante corta y una nariz recta y perfilada; y dos niños, el mayor, con los cabellos de un rubio oro y los mismos ojos junto a una pequeña niña de solo dos años, con las mejillas de un intenso rosa y con el dedo en la boca; solo uno de ellos no tenia aquellos ojos.

La última puerta estaba entreabierta, la empujé y entré en la habitación.

-Emil – Saludé. El aludido alzó lentamente la cabeza. Estaba tendido en la cama con cables pegados a su pecho y a un monitor, y una intravenosa en el brazo izquierdo. Lucía acabado, no parecía ni la sombra del ángel al que una vez había conocido; ahora entendía por qué su esposa me había mentido.

-No te estaba esperando a ti, Edrian – Me sonrió y la tos lo atacó enseguida – Supongo que no has sido enviado – Dijo, sabiendo que yo apreciaría la broma.

-Estás muriendo – Aquello no era una pregunta era una observación.

Su rostro parecía demacrado y podía sentir su respiración entrecortada y el débil latido de su corazón.

-Es parte de lo que elegí – Señaló encogiéndose de hombros.

-¿Cuánto tiempo? 




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