Rebelión y venganza

Capítulo 1

La noche cubría la ciudad con una oscuridad sólo manchada por la luna, que cada pocos minutos desaparecía tras la densidad de las nubes para resurgir no mucho tiempo después. Reinaba el silencio en casi todas partes, dentro de la muralla. Para Amira, sin embargo, el estruendo de su respiración apenas lograba tapar el crujido de sus pasos, los gritos de su mente. Corría sobre los adoquines de un callejón para llegar al próximo, caminaba aferrándose a las paredes para no caer y luego corría de nuevo. Las mismas sombras que la ocultaban eran su peor enemigo; veía figuras donde no había nada, oía pasos en el viento y voces en el rumor del mar. La sangre en sus manos comenzaba a secarse y las manchas de su vestido resaltaban en la tela blanca cada vez que la luna volvía a brillar sobre su cabeza; los recuerdos, los gritos, eran más y más nítidos. Tenía que salir de ahí fuese como fuese, aun si no lograba coordinar sus pensamientos, aun si le costaba horrores mover sus piernas trémulas. Una hora más en la ciudad y estaría muerta. Fuera, tal vez viviera lo suficiente para ver salir el sol. Un día más. Dos. ¿Habrían comenzado a buscarla ya? Seguramente. 
La Puerta no estaba lejos. Corrió, cada vez más aterrada, sintiendo escalofríos, sudando en el aire helado de la noche y esforzándose por no jadear. Ni llorar. Si hubiera podido pensar, si su confiable razón hubiese estado allí con ella, sus piernas se habrían detenido a media carrera, los recuerdos la habrían engullido y se habría hecho un bollo junto a alguna pared, aguardando a que la encontraran y la colgaran por asesinato. Sin embargo, recorrida por un pánico que lo congelaba todo, llegó hasta el final de las sombras, hasta divisar a los guardias, y se detuvo a temblar tan sólo un instante. Luego emprendió un paso lento y forzoso hasta las antorchas, el enorme hueco en la muralla y los hombres medio dormidos que tardaron en verla y que, cuando lo hicieron, empezaron a codearse con extrañeza, curiosidad e incluso miedo. Se tragó el terror y, sin mirar a nadie, se dispuso a cruzar hacia la oscuridad absoluta que parecía haber del otro lado. Afuera.  
-¿Se le ofrece…?- comenzó uno de los guardias, probablemente sin ver las manchas de sangre que salpicaban sus ropas y su cuerpo, sin ver nada más que la silueta de una jovencita con un vestido caro. Pero se detuvo a medio hablar, tal vez porque ella parecía ignorarlo, tal vez por las supersticiones que a esas horas reprimen a cualquiera. No podían detenerla. 
-¡Señorita! Si sale… Si sale no puede volver a entrar- dijo otra voz mientras Amira se esforzaba por mirar hacia la nada y comenzaba a trasponer la imponente muralla. Lo sé. 
-¡Es peligroso ahí afuera! ¡Vuelva! 
Lo sé. Ni bien estuvo segura de que ya no podían verla, con el corazón en la garganta, empezó a correr de nuevo, sintiendo un ligero alivio por primera vez en años. Era libre. Y poco importaba si esa libertad no le duraba más que algunas horas.  
Sólo tenía que encargarse de no morir. Y, en lo posible, de borrar las imágenes que le revolvían el estómago y no la dejaban pensar en nada más, que todavía la aterraban y que iban a aterrarla por el resto de su vida. La mirada de D’Ándalan, sus manos frías, los golpes, el dolor, su mirada, los golpes, sus manos, el pánico, las lágrimas, los gritos, la sangre, los gritos, la sangre, la sangre, la sangre…  
Resistiendo las ganas de echarse a llorar, o de gritar, o de golpearse la cabeza contra la pared gritando y llorando, detuvo la carrera para volver al paso lento e intentar escrutar algo en la oscuridad absurda que lo llenaba todo. Como si detrás del muro no iluminaran las estrellas ni la luna, como si la luz fuese también un privilegio de los nobles. O un castigo, según se viera. A pesar del silencio total, seguramente las actividades más importantes de ese lado de la muralla se dieran de noche, cuando la negrura lo protege todo y el silencio es una cosa ambigua y ladina. Se guió como pudo, a tientas, viendo sólo lo que la rodeaba; después de todo, había crecido allí. Afuera había sido su hogar y, aunque ahora era su sentencia de muerte, todavía recordaba cada calle, cada rincón, cada casa…  
¿Saldrían de la ciudad para buscarla? En ese caso, debían estar pisándole los talones; hacía ya más de dos horas que vagaba, corriendo y caminando tan sigilosamente como le era posible. ¿La colgarían? ¿La quemarían? ¿O le cortarían la garganta? No quería morir. Había pasado casi toda su vida huyendo, escondiéndose, sujetándose de cualquier cosa que le permitiera sobrevivir; y lo había logrado, aun cuando las probabilidades le daban la espalda. Había tenido suerte, de esa suerte que no se repite en una misma vida. Necesitaba encontrar esa suerte de nuevo, si quería pasar más de una noche en ese lugar donde no parecía brillar ninguna estrella. 
Las casas se veían tal como las recordaba, aún en las más densas tinieblas. Dentro de hogares sin más arquitectura que cuatro paredes (de ladrillos grandes e irregulares, casi negros en la noche) separadas por escaso espacio y, con suerte, un techo, algunas familias dormían, sujetando sus chuchillos bajo las almohadas; otras realizaban toda la clase de tareas que no podían llevar a cabo bajo la acusadora luz del día. Muchas de las casas esperaban, vacías, el regreso de sus inquilinos que sin duda habría de darse antes del primer rayo de sol y con las manos llenas de sangre y mercancías. O con resaca. Esa era la vida con la que siempre se había sentido cómoda, la misma que ahora le hacía temblar las piernas mientras caminaba y buscaba en su memoria lo que sus ojos apenas lograban ver.  
Sus pasos se detuvieron sin necesidad de orden en cuanto divisó, a pocos metros de distancia, la casa que buscaba. Aquella que, en la mirada de una niña de seis años, había parecido la más grande, la más acogedora, con un gastado techo de tejas y paredes uniformes; era apenas más grande, pudo verlo entonces, que la pequeña casita que D’Ándalan había hecho construir para su perro, el mismo perro que seis meses después había sacrificado por ruidoso. D’Ándalan. Sus manos, los golpes, los gritos, los golpes, la sangre, su sangre, sus ojos abiertos, sus pulmones inmóviles… 
Se acercó a la casa, temblando cada parte de su cuerpo, helado cada centímetro de su piel, y llevó una mano torpe hacia la madera rota de la puerta. No había llegado a tocar cuando se abrió hacia dentro en apenas un segundo, sin hacer un solo ruido. Con el corazón galopando por el susto, retrocedió con un salto que le salvó la vida; la punta de una espada que parecía filosa atravesó el espacio que su cuerpo había estado ocupando un segundo atrás y se detuvo a pocas pulgadas de su rostro. Amira se mantuvo inmóvil, paralizada por el pánico, deslizando la mirada por la larga espada, su gruesa empuñadura y, finalmente, el hombre grande y de tez oscura que la sostenía. ¿Arrénico? Mestizo, tal vez; no conseguía ver sus ojos. No era tampoco lo más importante, en tales circunstancias, mientras una muerte bastante dolorosa la miraba desde la punta del filo que se sostenía a un par de centímetros de su nariz. ¿Qué hago?, preguntó interiormente, con una voz penosa, a un cerebro que continuaba sin responderle, todavía encerrado en el miedo y los recuerdos. 
-Aléjate de mi casa- susurró el hombre, con el tono de quien no da segundas advertencias. 
Congelada por el pánico, intentando desesperadamente pensar, Amira tragó saliva y miró a donde supuso estaban los ojos del hombre, sin atreverse a dar un paso hacia atrás. 
-¿Dehna…?- logró articular, sorprendiéndose al escuchar su voz, ronca y temblorosa.  
-No está aquí- respondió el otro, seco, cada vez más amenazador- Fueron enviados a Konex, todos ellos. O murieron. Ahora, ¡largo de aquí! 
Y acompañó sus últimas palabras con otro golpe de la espada que esta vez apenas consiguió esquivar. Dio un paso atrás, asustada y con ganas de llorar, luego otro y, finalmente, se dio la vuelta y echó a correr sin saber a dónde, sabiéndose perdida.  
A las minas, los habían enviado a las minas… Estarían muertos, entonces. La habían salvado cuando era apenas una niña, le habían enseñado todo lo que la había ayudado a sobrevivir, habían dejado que se uniera a ellos y la habían convertido en una de las manos más rápidas de toda la provincia; eran su única esperanza. Y estaban muertos. Dehna estaba muerta. Ella misma estaría muerta pronto. 
Ni siquiera sabía a dónde iba, corriendo lo más rápido posible con sus cansadas piernas. Escapaba de sus propios pensamientos, de sus recuerdos, del miedo que le helaba el corazón; años había pasado esquivando la mirada del gobernador, esforzándose por que no la vieran, llamando la atención lo mínimo posible… Años había visto a las demás sufrir noche tras noche para acabar desapareciendo cuando D’Ándalan se cansaba de ellas; Amira había pasado inadvertida para todo el mundo, había logrado escapar de esa mirada horrible que hasta hacía pocas semanas jamás se había posado en ella. No sabía qué era lo que más la horrorizaba, lo que mantenía aturdida su razón: que aquel bastardo había llegado a tocarla, que la había golpeado hasta dejarla sin aire que respirar para entonces tocarla de nuevo…, o que esa noche había hundido un cuchillo (el mismo cuchillo que mantenía oculto entre los pliegues de su falda) a través de un cuerpo humano por primera vez en su vida. Había matado.  
Corría entre los callejones más oscuros cuando se tropezó de golpe, probablemente con algún animal muerto, y cayó de rodillas sobre la tierra aún húmeda por la lluvia anterior. La sangre de su vestido se cubrió a su vez de barro y sus piernas acusaron el frío golpe, compartido con las manos que había estirado por puro instinto. Se mantuvo quieta durante un momento, sintiendo el dolor de cada músculo, el ardor de cada moretón, abrazando su cansancio; no quería levantarse ya, no tenía por qué. Iba a morir de todos modos, y lo merecía. Si no la mataban los guardias, lo haría cualquier borracho o ladrón que la viera por allí. No tenía el valor para suicidarse, pero nada le impedía hacerse una bola y acurrucarse en la suavidad del barro hasta que le llegase le hora. Nada le impedía rendirse y llorar hasta que saliera el sol, como la niña que había dejado de ser la primera vez que puso un pie afuera de la ciudad.  
O eso pensaba, antes de escuchar los ruidos.  Enderezó de pronto la cabeza y detuvo sus pensamientos, prestando atención a cualquier indicio de que realmente había escuchado algo, buscando alguna irregularidad en el sonido del viento, en el murmullo lejano del mar… No había absolutamente nada fuera de lugar en la ilusoria calma de la noche, ni el sonido de pisadas, ni vaivén de una respiración… Estaba sola en ese callejón oscuro. O eso parecía.  
¿Había sido su imaginación? Ni siquiera estaba segura de qué era lo que había creído escuchar. Sin embargo, mientras más se convencía de que había sido producto de su mente, como lo eran las sombras que había estado viendo en todas pares desde hacía horas, más fuerza encontraban sus piernas para, lentamente, enderezarse de nuevo. Buscó una vez más, mientras se esforzaba por ponerse en pie, algún resquicio de luz en la negrura del cielo; si lo había, las copas de los árboles que, afuera, nadie se molestaba en talar, contribuían a ocultarlo. No podía ver nada. 
Se había levantado ya y se mantenía de pie, mareada y con ganas de vomitar, cuando volvió a escucharlo y todo en su cuerpo se tensó. Su mente pareció despejarse de pronto ante lo sorpresivo de un nuevo terror; ¿pasos? Sonaba como algo deslizándose en la tierra, más bien; algo apenas audible que ella podía oír sólo porque había otro sonido, uno que le helaba más la sangre y le advertía de tal presencia.  
Una risa, de volumen bajo y corta duración, atravesó el aire como una flecha y la congeló en su sitio; una risa desprovista de todo humor, que podría convertir en vidrio a quien la oyera. Una risa que la incitaba a correr y, al mismo tiempo, la inmovilizaba.  
Entonces apareció de pronto, entre los bordes de la noche, una sombra verdadera, tan real como la luna que finalmente comenzaba a aparecer sobre su cabeza y bañaba con penumbras una silueta definida por el contorno de una capa más negra que la misma oscuridad; debajo, se distinguía apenas un mentón firme y algo que podía confundirse con una sonrisa espeluznante.  
Habría creído estar en presencia de un fantasma si no hubiese sabido que detrás del muro había cosas peores que un espectro; ni siquiera la sonrisa de un fantasma podía helar el aire así. Tanteó desesperadamente la daga aun bañada en sangre que escondía en su vestido y la sujetó del puño mientras se preparaba para echar a correr. Pero algo la incitaba a esperar, algo la mantenía en su sitio. Si bien el miedo no hacía más que crecer, la mano con la que sujetaba el puñal había dejado de temblar. 
-¿Perdida, princesa? 
Hielo. Su voz eran cuchillos de hielo; un hielo seco, duro, burlón y tan cínico como el uso de la palabra princesa. Amira retrocedió, mientras desenfundaba su daga y dejaba que sus dedos se acostumbraran a ella. Hacía años que no practicaba y, sin embargo, sabía que aun contaba con la misma habilidad.  
-¿Quién eres?- preguntó, de nuevo con voz ronca y temblorosa pero ocultando esta vez el pánico. La sonrisa se ensanchó en la oscuridad y pudo adivinarla con mayor certeza cuando el hombre dio un paso hacia delante; la luna, más amable ahora, iluminó sus labios curvados e hizo destellar el cuchillo que escondía bajo su manga izquierda. Una ráfaga de viento le revolvió los cabellos mientras lo observaba y le congeló las mejillas: no tenía tiempo. 
-La muerte- respondió, con un tono de voz tétrico. 
Amira arrojó la daga sin pensarlo dos veces, segura de haber apuntado a su hombro como una distracción, preparada para echarse a correr y sin intención detenerse a ver el girar y girar del filo que reflejaba a penas la luz de la luna. Pero no alcanzó a mover un pie cuando una nueva ráfaga, esta vez distinta, sacudió su cuerpo y una fuerza extraña la empujó contra la pared que tenía detrás. Todo se volvió rojo unos segundos, aun cuando no había luz suficiente que dejara ver colores; un rojo brillante que, en cuanto dejó paso una vez más a las tinieblas de la noche, ella siguió viendo de reojo. Y entonces el dolor estalló en su mano. Giró la cabeza unos centímetros para ver de refilón su propia daga, que había atravesado piel y músculo y que ahora la mantenía clavada al muro. Hizo una mueca de dolor y de impresión mientras contenía un grito y las ganas de vomitar, pero no las involuntarias lágrimas. Intentó estirar su brazo para arrancar el cuchillo, pero su cuerpo no le respondió; o sí le respondió, y no le permitió moverse más que unos milímetros. El escozor era insoportable y aún así se olvidó de él por un instante cuando el hombre de la capa dio un paso hacia ella. Y después otro. Y el brillo de otra daga comenzó a subir y bajar a medida que él la arrojaba, en un juego siniestro, para luego sujetarla una vez más. Ya no había sonrisa. 
Iba a matarla, era evidente. Al final, había conseguido vivir incluso menos de lo que esperaba… Pero no quería morir, no aun, no después de lo que había hecho para sobrevivir. Merecía la muerte, sí, pero no la quería, no la aceptaba. Piensa, por favor, piensa… No podía ver nada que la ayudara a salir de ahí, no encontraba nada en su cabeza que no fuese sangre y miedo. Mucho miedo. Él atrapó el puño del cuchillo por última vez, lo sujetó con fuerza y, con esa misma fuerza, con una determinación fría, lo arrojó sin esfuerzo.  
Amira vio el filo girar en el aire, vio la punta acercarse con la muerte escrita en ella, iluminada por la luna, murmurando su destino. Lo vio y el pánico estalló de pronto. Gritó. Y todo se hizo rojo de nuevo. 
Aturdida, a penas escuchó los tintineos de los dos cuchillos al caer al suelo, a penas sintió cómo sus piernas le fallaban y la dejaban caer; estaba viva, eso fue lo primero que notó. Lo segundo: que todo a su alrededor, el aire por ejemplo, había desaparecido y que, por el momento, no lograba respirar. Lo tercero: la ráfaga de viento, que, ante su mirada y mientras forcejeaba por inhalar, echó hacia atrás la capucha de la capa, dejando al descubierto, bajo la tenue luz de la luna, el rostro del hombre que estaba tratando de matarla. Sus ojos, sobre todo sus ojos. Ojos que no deberían ser visibles en la penumbra de la noche, ojos que la observaban tan atónitos como ella lo observaba a él. 
El aire volvió de pronto, en una brisa brusca, y Amira inspiró con fuerza; aterrada, comenzó a luchar por levantarse, apoyando la mano que le estallaba de dolor en la pared e impulsándose con ella, torpemente, confundida. Un vaxer. No podía haber un vaxer afuera. Los vaxers eran nobles; si no lo eran, morían. Que hubiese uno del otro lado del muro, un mestizo de tez clara y ojos verdes, significaba probablemente que nadie había sido capaz de asesinarlo, significaba que era peligroso. Y estaba tratando de matarla, por dios. Consiguió levantarse y enseguida sintió, de nuevo, cómo su espalda crujía al impactar involuntariamente contra la pared.   
-¿Quién eres?- preguntó él esta vez, mirándola fijamente con esos ojos que, en la oscuridad casi absoluta, lo delataban; esos ojos iluminados de frialdad, ¿de odio?, y ahora de sorpresa. Ella lo vio acercarse, sus piernas temblando de nuevo, su cabeza estallando de dolor.  
-Amira- respondió, sin saber qué más hacer, a la figura imponente que se le acercaba.  
-¿Amira qué?  
-Sólo Amira- susurró, aterrada, pero a él no pareció bastarle- Mis padres están muertos. Los demás me decían Tizzyt. 
-¿Tizzyt?- Pequeña, en arrénico; pero él ya lo sabía, porque lo había pronunciado mejor de lo que lo pronunciaba ella misma. Se estaba acercando demasiado- ¿Quiénes? 
-¿Quiénes…?- dijo, mirando fijamente a sus ojos fríos, curiosos, cada vez más aturdida; comprendió de pronto- Las personas que me… adoptaron.  
Él frunció el ceño. Aun sin la capucha y a pesar de sus ojos brillantes, rodeado por la noche seguía pareciendo una gran sombra que oscurecía todo lo demás y que se inclinaba ahora ligeramente para mirarla a la cara. Una sombra… Shudan; la palabra acudió a su mente de pronto y la sacudió. 
La examinó detenidamente de pies a cabeza para acabar escrutando sus ojos, como si pudiera leer algo en ellos o al menos lo intentara. 
-¿De dónde diablos…? 
-¿Shasta?- lo interrumpió ella, recordando de pronto. Shudan significaba sombra, en arrénico. La Sombra, lo llamaban así y esa había sido una de las últimas palabras que había escuchado antes de que el gobernador se la llevase, años atrás. 
Supo que se había equivocado al hablar en cuanto sintió algo frío rozándole la garganta; se adhirió aun más al muro, intentando escapar del filo de un tercer cuchillo, sorprendida y asustada. 
-¿Quién eres, princesa?- No habría segundas oportunidades, su tono de voz lo dejaba claro. Se había metido en un problema más grande que el que tenía en un principio, y sin embargo… Empezaba a entender. Su vestido costoso, su tez clara, sus ojos marrones; todo en ella gritaba que no era de allí, que estaba del lado equivocado del muro; la había tomado por noble. ¿Cómo aclararlo? Si en efecto, venía del otro lado del muro. 
-Lo siento, lo he escuchado por ahí. Yo…- su voz se apagó sola cuando sintió que la daga empujaba con un poco más de fuerza la piel de su cuello, obligándola a levantar el mentón. Y encarar sus ojos- Dehna me habló de ustedes. 
El cuchillo se aflojó y la desconfianza que había en su mirada pareció disminuir de pronto. La frialdad se mezcló en su rostro con la curiosidad, la ironía y un recle que no parecía dispuesto a abandonar. Conocía a Dehna, evidentemente; tal vez él supiera si todavía estaba viva.  
-¿Qué te dijo, de nosotros?- preguntó con un tono burlón, sin alejar la daga del todo. Amira no apartó la mirada de sus ojos mientras intentaba pensar, mientras rebuscaba en su mente algo que le sirviera para sobrevivir. ¿Qué tanto debía decirle? Piensa, por favor, piensa… 
-Me dijo que los buscara, si regresaba y ella no estaba aquí- dijo tras meditarlo rápidamente, sin responder del todo. 
-¿Y cómo pensabas encontrarnos?- preguntó, recalcando cada palabra, haciéndole saber que se estaba metiendo en un terreno peligroso. El filo del cuchillo, sin embargo, ya no tocaba su piel; lo que estaba en juego ya no era si pertenecía a tal o cual lado del muro. Lo que estaba en juego era si sabía lo suficiente como para que tuviera que matarla. 
-Los he encontrado ¿no?- aventuró, sintiendo como el corazón martilleaba tras su pecho y sabiendo que se estaba arrojando a un precipicio sin tener idea de qué había debajo. Pero si le salía bien, quizás acabara volando-Yo… Creo… He matado al gobernador. 
Lo dijo con voz temblorosa y quebrada, bajando la vista, al tanto de que su sinceridad podía costarle la vida. Cualquier cosa que dijera podía costarle la vida. 
-Ha sido sin querer, yo…- se apresuró a añadir, pero se interrumpió sola. Volvió a clavar la vista en él, intentando no mostrar debilidad. La sorpresa que vio en su rostro, más tranquilo y libre ahora de aquel odio que le había parecido vislumbrar desde el principio, estuvo a punto de quebrarle la voz- Me colgarán si me encuentran. 
-Eres tú- interrumpió, irguiéndose, alejándose de ella y apartando por completo la daga. Parecía divertido y, si bien el recelo y la frialdad no habían desaparecido de su rostro, volvía a sonreír con ironía, con la curiosidad brillándole en los ojos- Te están buscando en cada rincón de la ciudad. No le digas estas cosas a cualquiera, princesa. 
-Déjame unirme a ustedes- soltó, notando que recuperaba la libertad sobre su cuerpo pero sin atreverse a mover un dedo. El vaxer rió. O emitió un sonido similar a la risa, un sonido suave, seco y breve. 
-No lo has matado, puedes limpiar tus culpas- aseguró, sorprendiéndola, mientras comenzaba a retroceder con toda la intención de marcharse. ¿A qué se refería con que no lo había matado, si había visto con claridad su cuerpo inerte? 
Parece que voy a vivir una hora más, comentó con alivio una vocecita dentro de su cabeza. Pero ya no era suficiente- Ya tendré el placer… 
-¡Déjame unirme a ustedes! 
Esta vez no se rió. Se sostuvieron la mirada, ella en un intento por ocultar el miedo; él, escrutándola cuidadosamente, buscando en sus ojos oscuros como si leyera en ellos lo que fuera que quería saber. ¿Podían leer la mente, los vaxers? Se acercó una vez más, sorprendiéndola, asustándola; sin embargo, no la inmovilizó, no realmente. Pero aun así se mantuvo estática, la mirada alta y fija, las piernas trémulas. Él tomó su mano, la mano que había atravesado con la daga, y no obtuvo más resistencia de su parte que un ligero temblor; su piel comenzó a arder intensamente. Sin apartar los ojos de ella, deslizó sus dedos por la herida, rozándola, casi en una caricia. Contuvo las lágrimas mientras sentía, consumida por el miedo, cómo algo dentro de su mano se movía; sintió por un momento tanto dolor como el que se había expandido por su cuerpo en cuanto el cuchillo la desgarró. Y luego el ardor desapareció de golpe.   
-Buena suerte, princesa. Y mantén la boca cerrada, o “nos encontrarás” de nuevo. 
Retrocedió, se colocó una vez más la capucha, haciendo de su rostro sombras, y, tras una burlona reverencia y una sonrisa torcida, se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia donde la luna no alcanzaba. 
-¿Eso es un no?- susurró, mientras lo veía desaparecer entre las tinieblas, una sombra más oscura que la oscuridad.  
Sin embargo, ni bien dejó de distinguirlo, una voz resonó en cada rincón de su cabeza, sorprendiéndola, asustándola. Sobrevive una semana y me lo pensaré. Miró fijamente adonde lo había visto hacía un instante, intentando descifrar si lo que había escuchado provenía de él o de su imaginación.  
Pero otra voz en su cabeza, esta vez una propia, detuvo sus dudas: de cualquier modo no sobrevivirás una semana. 
 



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En el texto hay: amor, magia, revolucion

Editado: 25.06.2020

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