Llevaba encadenado más o menos una hora (no tenía noción del tiempo) y el mismo sol que le incendiaba la cabeza comenzaba a hacer arder el hierro que se cernía a sus muñecas. El sudor le recorría el rostro, manchado con la tierra que arrastraba el viento, y empapaba también la ropa que lo habían obligado a usar; una camisa gris y un viejo pantalón negro. Por más que la brisa lo despeinara una y otra vez mientras se esforzaba por caminar en el barro, aun podía oler el aroma que comenzaba a desprender su propio cuerpo. Papá, voy a matarte; era la quinta vez que lo juraba en el día, los pies moviéndose automáticamente tras el hombre que lo comandaba, la vista fija en la montaña a la que se dirigían. Voy a matarte y va a dolerte mucho.
El hombre que caminaba adelante se daba vuelta cada tanto y lo miraba de reojo con la cabeza gacha y temor en los ojos. Maldito imbécil. Era el único que lo controlaba, un cosseno de la plebe; de ser un prisionero normal, Enxo podría haberse escapado sin dificultad alguna. Se recreaba en su cabeza una y otra vez con todos los modos en que aquel hombre podría morir. Pero no podía escaparse, no todavía; era el trono lo que estaba en juego. Su trono. O el que sería suyo, más bien, una vez que regresara y asesinara a su padre. Viejo apestoso, hijo de puta. Sólo a él podría ocurrírsele un castigo así.
-Estamos llegando, su alteza- comentó el hombre que en su cabeza ya había muerto unas siete veces, cabizbajo y con voz sumisa.
-No me llames así, idiota- Maldición, ¿eran necesarias las cadenas? Si llegaba a quedarle alguna marca por las quemaduras…-. Soy tu prisionero.
-Sí, señor. Lo siento.
Enxo suspiró. ¿Qué intentaba explicarle a alguien como él? Mejor que cerrara la boca y se quedara en silencio. Miró las montañas, cada vez más cerca, y luego los bosques que las cercaban, y se esforzó por que sus piernas continuaran con el mismo ritmo. Habría muerto antes de confesarlo, pero en su corazón comenzaba a crecer algo parecido al miedo. Sabía lo que se decía sobre las minas, sabía que la gente de afuera que era enviada allí rara vez volvía sino en forma de cadáver, probablemente ya medio putrefacto y con alguna parte de su cuerpo desgarrada. Había todo tipo de rumores y los derrumbes, que sí debían ser una de las principales causas de muerte, eran, según lo que contaba la gente, la mejor manera de morir; canibalismo, locura, mutilaciones, suicidios, intoxicación, enfermedades… Pero el rey no lo habría mandado allí si fueran tan peligrosas; no a su hijo…, no a su único heredero, al menos. Único heredero. Suspiró, mirando fijamente lo que tal vez acabara siendo su muerte. No, no voy a morir. Voy a regresar. Y voy a matarte, papá.
Los dos hombres que, al pie de la montaña, controlaban el enorme hueco por el que seguramente tendría que pasar, los miraron a ambos de manera recelosa, con desdén. Debían estar acostumbrados a mirar así a todo el mundo, con sus largas espadas y sus uniformes grises. Enxo se esforzó por no imaginar sus muertes también, mientras buscaba a su alrededor más señales de vida; en el bosque, seguramente, estuviera la refinería y tal vez las provisiones.
-Llega tarde. La segunda cosecha de este año ya se ha hecho…- comenzó uno de los guardias, pero se detuvo gradualmente al cruzar miradas con el supuesto prisionero, que, involuntariamente, ya estaba imaginando cómo iba a matarlo. Sus ojos oscuros eran impenetrables pero, sobre todo, su mirada era altanera, arrogante; como si no dudara que podía hacerlos desaparecer con sólo pestañear.
-Orden del rey. Es un criminal- explicó el hombre que había viajado con él, ansioso por dejarlo allí e irse. De cualquier modo su padre lo mataría en cuanto regresara al castillo y le informara que todo había salido bien, sabía demasiado; Enxo miró al suelo para ocultar una sonrisa que no parecía apenada.
-¡Eh! ¿De qué te ríes?- preguntó el mismo que había hablado antes, irguiéndose como si buscara pelea, probablemente intentando convencerse de que el tipo que tenía delante no lo intimidaba.
-De tu cara de idiota- respondió él, sin poder contenerse, sin querer contenerse. Era el príncipe de Coss, el heredero al trono ¿por qué tenía que morder su orgullo?
Un puñetazo en la mandíbula acalló sus pensamientos y a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio. Podía oír su respiración agitada y sentía cómo la sangre le subía a la cabeza mientras volvía de nuevo su rostro hacia el guardia que lo había golpeado, que ahora lo miraba con aire superior, convenciéndose a sí mismo de que era superior. Podía matarlos, podía matarlos a todos. Podía incendiar la montaña entera, el bosque; podía quebrar cada uno de sus huesos hasta que le suplicara que parase; podía hacer estallar su cabeza en pedazos. O podía callarse mientras su rostro y sus ojos se enfriaban y fingir que era un prisionero normal, uno que, de abrir la boca, iba a recibir otro puñetazo. Mientras, podía imaginarse todo lo que quisiera; al final saldría ganando. Sólo tenía que aguantar.
-No me gusta cómo me mira- dijo, señalando hacia él con la cabeza. Su compañero sonrió y no intervino, indiferente- ¿Qué fue lo que hizo para que lo enviaran aquí?
-No es de tu incumbencia, es una orden del rey- repitió el tipo que lo había acompañado mientras se disponía a quitarle las cadenas. Un crack agudo resonó en la montaña y Enxo estuvo libre por fin del hierro que le había estado incinerando la piel; se miró las muñecas, rojas por el calor, y maldijo para sí mismo.
-Vamos, ¡entra!- exigió el guardia mientras lo sujetaba del brazo con fuerza y empujaba de él hacia el gran hueco al que, ya se temía, debería entrar.
Se volvió una última vez su acompañante, que se mantenía en su lugar observándolo y que, al cruzarse con sus ojos, hizo una reverencia; negando con la cabeza y conteniendo sus ganas de insultarlo, se dejó arrastrar. Apenas había comenzado a notar que no había escalera cuando el mismo que lo conducía lo empujó por la espalda hacia la penumbra que había debajo. Se sintió caer e, impulsado por el susto, en un instinto y con los ojos cerrados, amortiguó el impacto sin siquiera pensarlo, invocando a los vanix rojos que comenzaron a flotar a su alrededor. Golpeó contra el piso de piedra con una suavidad consoladora y suspiró de alivio justo antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo; se apresuró a limpiarse de ellos, separando las partículas de sí mismo hasta que ya no fue capaz de verlas. Y luego miró hacia arriba con todo el odio del que eran capaz sus ojos; podría haberse roto un pie con la distancia desde la que había caído. Me voy a cobrar esto con intereses.
-¡Cuidado, muchacho!- dijo el segundo de los guardias, el que casi no había hablado, desde arriba. Ambos comenzaron a reír y él apenas fue capaz de ver qué era lo que habían dejado caer; rodó rápidamente hacia un costado, esquivando por un pelo la pala de hierro que golpeó el piso con un estruendo hiriente en el lugar exacto donde él se encontraba hacía un instante.
No se molestó en mirar hacia arriba, ni siquiera en maldecir. Se levantó, cubierto aún del polvo que había estado acumulando en el camino y, sacudiéndose, tomó la pala que le habían arrojado. ¿Qué demonios tenía que hacer? ¿Cavar?
-¡Ponte a trabajar!- rugió el mismo que le había dado el puñetazo- Y pórtate bien, o te enviarán a la refinería. Y no quieres ir a la refinería.
Ambos rieron una vez más. ¿Qué tan borrachos estaban?
Pala en mano, Enxo se alejó unos metros del hueco mientras miraba a su alrededor y escuchaba todos los sonidos que, ahí abajo, retumbaban como tambores. A su alrededor, el camino parecía haber sido abierto entre la piedra por un vaxer bastante inútil; había irregularidades en todas partes y, así como a veces se ensanchaba, el espacio se reducía en otros sectores. Y había otros huecos en la tierra, sobre su cabeza, que, aquí y allí, dejaban entrar la luz del día. Siguió el sendero hacia la derecha, dejándose guiar por el sonido de palas y picas que mordían la piedra; no tardó en abrirse ante él un espacio amplio lleno de gente trabajando y, a su vez, repleto de otros caminos como el que había utilizado él. Se parecía a un laberinto subterráneo y mal trazado.
Las personas que trabajaban no se detuvieron ni un instante en cuanto él apareció y se quedó de pie, observándolos y gravando cada cosa en su cabeza; algunos lo miraron con resignada curiosidad, otros recelosos. La mayoría, sin embargo, hizo caso omiso a su presencia; sus miradas, sus rostros, todos ellos parecían… muertos. Muertos cumpliendo una condena en el infierno. ¿Rebelión? Estás totalmente paranoico, papá. Eso o todo había sido una excusa para enviarlo allí a morir.
Tanto hombres como niños y mujeres trabajaban sin parar; rompían la roca sobre la que estaban parados, con las palas, o usaban las picas para destruir las paredes de las que se desprendían trozos no muy pequeños. No le extrañaba que la gente muriese aplastada con frecuencia; no parecía importarles el peligro que corrían. Lo único que hacían además de trabajar era, cada tanto, echar una mirada al gran hueco que permitía el paso de la luz y por el cual se oían las voces de los guardias.
-¡Eh!- susurró una voz, en medio de todo el estruendo. Enxo miró a su alrededor, mareado y con ganas de vomitar- ¡No te quedes ahí parado!
Un niño, a unos pocos pasos, lo observaba sin dejar de cavar, aparentemente preocupado. Él lo miró de arriba abajo con las cejas ligeramente alzadas, sorprendido; era un mestizo de tez clara y ojos grises, bajo de estatura, de aproximadamente unos ¿siete?, ¿ocho años? No tenía la mirada del resto, no parecía un muerto vivo. Pero tampoco parecía un niño, si lo miraba fijamente a sus ojos nerviosos.
-Se enojarán si te ven- volvió a susurrar, lo suficientemente fuerte como para que él pudiera oírlo, mirando discretamente al hoyo sobre sus cabezas.
Extrañado y un tanto reacio, se colocó a un lado del niño y comenzó a clavar la pala en la tierra, sin muchas ganas. El mocoso, que lo observaba, negó con la cabeza y continuó cavando el doble de rápido de lo que cavaba él. ¿Qué se suponía que estaban buscando? Conux, sabía que buscaban conux, lo que no tenía ni idea era de cómo distinguir el metal entre tanta piedra.
-Eres nuevo ¿verdad?- Enxo no respondió, estaba cada vez más furioso. Lo habían arrastrado hasta allí, a él, al príncipe y lo habían hecho caminar bajo el sol durante una hora, encadenado; lo habían vestido con ropas de plebeyo que ahora estaban sucias y apestaban; lo habían golpeado y lo habían arrojado por el agujero como si fuese un objeto; le habían dejado caer una pala encima, que podría haberlo matado; lo hacían trabajar entre personas de afuera que ni siquiera parecían vivos; lo obligaban a cavar y, encima, debía soportar que un mocoso mestizo le hiciera preguntas. No era una persona que estallara fácilmente, pero los rencores los sabía guardar, y siempre cobraba sus deudas- Pareces nuevo. En los dos años que llevo aquí jamás te he visto. ¿Eres cosseno?
Gruñó mientras empujaba la pala hacia abajo, en un esfuerzo por romper la piedra. ¿Cuánto tiempo tendría que estar allí, cavando, buscando algo que no sabía distinguir? Comenzaba a darle hambre; toda esa situación se le hacía irreal, una pesadilla. En cualquier momento despertaría y estaría en el castillo, le servirían el desayuno, iría a cazar o a jugar naipes en algún bar de la ciudad, a cortejar a alguna joven no muy difícil de convencer, a la noche cenaría en abundancia y luego disfrutaría de quien fuese que hubiera logrado conseguir para compartir la cama. Negó con la cabeza y dio otro golpe con la pala, furioso. Papá, voy a matarte.
-¿No hablas mucho? No hay mucho más para hacer aquí, además de trabajar. Si no compartes con los demás terminas así, como ellos- continuó el niño, señalando a su alrededor a la gente que trabajaba automáticamente sin siquiera pensar. No voy a terminar así. No voy a terminar de ninguna manera porque no estaré aquí mucho tiempo, porque soy el maldito príncipe de este maldito reino-. Eso decía mi papá, por lo menos.
Y el niño siguió cavando. Enxo lo observó de reojo, indiferente, y enseguida lo imitó, reprimiendo con rabia su curiosidad. ¿Cómo había sobrevivido alguien tan pequeño en un lugar así, solo? Era del otro lado del muro y allí la gente no era gente, las personas no eran personas; por muy niño que pareciese, por muy inocente y charlatán, era igual de repugnante que todos los demás. Estaban sucios, apestaban, y debían tener la capacidad mental de un pájaro para haber dejado que los metieran en un lugar así. Reprimió la milésima maldición del día.
-¿Tus padres están vivos?- volvió al ataque, sin el mínimo tacto, mirándolo con curiosidad. Enxo detuvo un momento el trabajo, miró sus grandes ojos grises y sintió cómo la rabia que había estado acumulando todo el día disminuía contra su voluntad.
-Mi padre- y morirá pronto, el muy bastardo.
-¿Qué le pasó a tu madre?- preguntó enseguida el niño, entusiasmado ante la primera respuesta que conseguía, por escueta que fuese. Pero ¿qué era eso? ¿Un interrogatorio? No iba a contarle su vida a un niño. Y mucho menos a un niño que olía como ese. ¿No se bañaban allí?-La mía murió poco después de que llegásemos aquí. Vinimos los tres juntos. Ella tenía miedo de que muriera si me dejaba solo en casa, ya sabes; uno no puede andar tranquilamente por las calles, mucho menos un niño solo. Tampoco quería que me convirtiera en un ladrón. Así que me trajeron con ellos y al poco tiempo murió de alguna enfermedad, eso me dijeron. De pronto tenía manchas en la piel, y tosía… La sacaron antes de que contagiase a nadie. Yo…
-Niño- interrumpió, deteniendo un momento su pala para limpiarse el sudor del rostro.
-¿Sí?
-Cállate.
Y retomó su tarea con un suspiro. Comenzaba a sentir ya los primeros signos de cansancio y el estómago le rugía. Tenía sed, también. ¿Cuándo comía toda esa gente? Deberían haberle dado un banquete antes de mandarlo allí. El mocoso lo observó con sus ojos grandes, inexpresivo, y siguió cavando en silencio. Por un minuto.
-Ren- corrigió al cabo, y Enxo suspiró-. Mi nombre es Ren. ¿Cuál es el tuyo?
Para ti, Su Alteza.
-Enxo- se sorprendió respondiendo. El niño sonrió y, alentado, continuó haciendo preguntas.
-¿Y a tu padre no lo han enviado aquí?
-¿A qué hora come la gente?- preguntó, ignorándolo; si estaba obligado a hablar con el mocoso, al menos podía usarlo para algo útil.
-¿Hora? Cuando el sol da justo ahí- respondió, señalando el hueco. Como si temiera que alguien se asomara y lo regañara, retomó el trabajo con ambas manos, más deprisa que antes, sacando fuerzas quién sabe de dónde-. No falta mucho. Arrojan la comida por el agujero grande.
Enxo miró hacia la luz y se imaginó comida cayendo sobre la gente; parecían capaces de ignorarla y continuar trabajando, cavando hasta morir. El niño lo observaba y volvió a negar con la cabeza.
-No ese agujero. El agujero grande. Cuando suene la campana irán todos hacia allí, yo te guiaré- prometió con una sonrisa optimista, sin dejar de mover la pala.
Si los demás parecían muertos, ese mocoso tenía vida en exceso, suficiente para repartir a todos. Y aliento, también. Enxo se preguntó qué porquería les darían de comer y su estómago se revolvió primero para después gruñir una vez más. No estaba acostumbrado a pasar hambre, de más está decirlo. Ni a trabajar. Ni a sudar, ni a vestir como plebeyo, ni a oler como plebeyo, ni… Por dios, quería ir a casa.
-¿Por qué llegaste aquí después que el resto?- preguntó, en un tono más solemne pero libre de prejuicios- ¿Hiciste algo malo?
Enxo retomó su silencio. Sin embargo, escuchar al niño ya no lo irritaba; su voz infantil y su tono charlatán eran sonidos casi relajantes si no les prestaba demasiada atención. De cualquier manera, no tenía respuesta a la pregunta que acababa de hacerle.
-Papá dice que las personas que hacen cosas malas no siempre son malas personas. Que, a veces, lo malo es cómo vivimos todos y que cada uno de nosotros tiene parte de la responsabilidad de las cosas que hacen quienes hacen cosas malas. Así que no te preocupes si hiciste algo malo, no pareces una mala persona. Un poco silencioso, tal vez- dijo, arrugando la nariz como si eso fuera para él un defecto horrible- pero no malo. La gente realmente mala está dentro del muro. Eso dice papá.
Enxo contuvo una sonrisa irónica mientras se esforzaba por no detenerse a descansar. Había encontrado el primer signo de rebelión que el rey tanto temía, esa rebelión que lo había mandado a detener, en un niño de ocho años. Tenía ganas de reír. Su estómago rugió de nuevo.
-¿Y dónde está tu padre ahora?- preguntó, pensando en que, si realmente iba por ahí diciendo cosas como esas, tendría que hacer que lo mataran. Pero el semblante del niño cambió por completo y todo su optimismo pareció venirse abajo; incluso dejó de cavar por un momento mientras clavaba sus ojos en el piso. Se mantuvo en silencio unos segundos y Enxo llegó a creer que no contestaría; tal vez fuera mejor.
-Está aquí, pero… Iba a decírtelo luego- dijo y retomó su trabajo con una mirada culpable y triste- No pienses que estoy hablando contigo porque necesito tu ayuda. Los demás ya se han cansado de mí y me siento solo, y tú pareces un tipo gracioso…-¿un tipo gracioso?- Y te hubiera hablado de todos modos. Pero necesito una cosa y nadie me quiere escuchar. Ya sabes, todos tienen miedo aquí y si se enteraran los guardias… Pero ¿podría pedirte un…?
-No- lo cortó, sin dejarlo terminar. Él no daba nada gratis. No había nada que un mocoso como él pudiera ofrecerle a cambio y, si se molestaba y dejaba de hablarle, tanto mejor. Lo oyó suspirar, por debajo del sonido que hacían las palas al romper la roca.
-Lo imaginaba. Lo siento. Mi papá es lo único que me queda y… y yo no puedo…- las lágrimas comenzaron a caer por su rostro en silencio, sin que eso le impidiera continuar cavando. A su izquierda, una mujer petisa y redondita pareció hallar algo que se limitó a esconder en su bolsillo para luego seguir trabajando como si nada hubiera sucedido. Enxo intentó mirar, pero el rostro del mocoso tratando de contener el llanto lo distraía. Y lo ponía nervioso, insólitamente nervioso- Siempre hablaba conmigo, no sólo como un padre; él era…mi único amigo. Y yo el suyo. Se esforzó tanto para cuidarme cuando murió mamá, y ahora yo no puedo hacer nada por él…
Se detuvo un instante para limpiar sus lágrimas y luego continuó, mordiéndose los labios para no seguir llorando. El príncipe clavó sus ojos en la piedra, analizando la incomodidad que sentía de pronto, y a punto estuvo de reír. No iba a mover un dedo por nadie, mucho menos por un niño de afuera, por más lágrimas y moco que despidiera de su rostro. Sólo mantén la boca cerrada y se irá, se dijo.
Sintió cómo su estómago se preparaba para rugir una vez más, y entonces sonaron las campanas. Y todas las paredes vibraron peligrosamente, acompañando el glorioso tañido. Las personas que trabajaban junto a él echaron a correr, cada una de ellas, sin soltar sus herramientas como si fueran estas una parte de sus cuerpos. Enxo miró a su alrededor, sin estar seguro de qué hacer, y enseguida sintió cómo el niño, con los ojos rojos y la suciedad del rostro surcada por las lágrimas que ya se había limpiado, lo tomaba del brazo y empujaba de él hacia el túnel al que se dirigían los demás.
-¡Vamos!- gritó para hacerse oír por encima del bullicio, al ver que él no respondía-. ¡Tendrás que pelearte por ella si llegas tarde!
Volvía a ser el mismo de antes, o eso parecía. Él se dejó arrastrar en un principio y luego comenzó a correr también, formando parte de la avalancha que se producía en el intento por salir de allí. No vio bien a dónde se dirigía, ni por dónde andaba, hasta que el espacio se abrió de pronto y se descubrió en medio de un gran círculo, mucho mejor trazado y de una magnitud enorme. No tuvo mucho tiempo de analizar el lugar: la comida ya caía por el gran hueco que había arriba, mientras los hombres que la arrojaban se burlaban de ellos y jugaban a intercalar los panes con trozos de piedra. Enxo se detuvo antes de llegar al centro, impresionado, sorprendido, incrédulo, y se quedó inmóvil, de pie como un idiota mientras los demás se arrojaban unos sobre otros, se golpeaban, se mordían, se aplastaban para recibir tal vez un pedazo de pan, tal vez una piedra en la cabeza. No hablaban, no negociaban, no pedían… Eran como animales en guerra por un alimento que ni siquiera les alcanzaría para llenarse.
Comenzaba a pensar que ese día se quedaría con hambre y tendría que aguantar a su estómago rugiendo hasta la noche cuando, de entre el montón de gente que se daba patadas para subirse a otras personas, salió el niño al que, sin darse cuenta, había perdido de vista. Corrió veloz hacia él con una sonrisa radiante en el rostro rasguñado y manchado de tierra y sudor; en la mano, un pan. Se detuvo delante de él con una sonrisa alegre e infantil y, ante su mirada atónita, partió el pan en dos.
-Conseguí uno entero- dijo, feliz, mientras le tendía la mitad- Sabía que no lo conseguirías la primera vez. Los nuevos nunca lo consiguen.
Enxo se mantuvo observándolo, aún inmóvil, desde su rostro sucio y su sonrisa a sus ojos grandes que gritaban alegría. Lentamente, con la mirada en blanco, fue extendiendo su mano hasta aceptar el pan algo manchado que el niño le ofrecía. Mocoso idiota, pensó con rabia y frustración mientras lo veía masticar alegremente su parte del pan. Las palabras surgieron solas:
-¿Qué le pasa a tu padre?
Luego de sorprenderse y mirarlos con ojos lagrimosos y llenos de esperanza, el niño lo separó sigilosamente del resto y lo condujo por un túnel un poco más oscuro. A medida que caminaban, Enxo comenzó a escuchar sonidos que le erizaron la piel, sonidos que lo estremecieron. ¿Gritos? Más que gritos, parecían lamentos, quejidos, alaridos de dolor que no había oído antes debido al bullicio del trabajo. No le gustaba nada estar avanzando hacia ellos.
-Aquí traen a la gente herida- explicó, imaginando sus pensamientos-. Agonizan aquí hasta que mueren. O se curan. Tenemos prohibido acercarnos.
Lo segundo parecía poco probable, comprendió. ¿Eso quería pedirle? ¿Qué sanara a su padre? Pero el niño no podía saber que él era un vaxer ¿verdad? De cualquier modo, tal vez podría usar sus vanix sin que se diera cuenta; no había nadie más mirando. Llegaron hasta el sitio. Los alaridos se escuchaban terriblemente cerca y, en la penumbra, Enxo tuvo que cubrirse la nariz para no vomitar. El olor a putrefacción era asqueroso; la mitad de las sombras que yacían en el suelo estaban ya muertas, e incluso los que no lo estaban, parecían haber comenzado ya a descomponerse. Con una mueca de asco, observó adonde el niño le señalaba y, lentamente, se acercó hacia el hombre que gemía en el piso, sudando de dolor y perdido en un sopor que debía ser poco más que pesadillas. Se agachó a su lado, sin dejar de tapar su nariz y sin abandonar la mueca de disgusto, y se esforzó por ver con la poca luz que lograba llegar a ese sitio que parecía abandonado por los dioses. Examinó detenidamente la cadera rota, la pierna aplastada, los músculos a la vista; todo cubierto de un líquido espeso que no se veía bien, que no parecía sano. Invocó a sus vanix y, mientras todo a su alrededor se cubría de partículas amarillas, pequeñas y brillantes, examinó con ellos el cuerpo del hombre que no paraba de gemir. Al poco se volvió hacia el niño y, resignado, negó con la cabeza.
-No puedo salvarlo- dijo, sin más, mientras se ponía en pie e intentaba desentenderse del asunto. Lo había intentado.
-Lo sé- dijo aquel, no obstante, sorprendiéndolo. En ese momento sus ojos claros reflejaban la mirada más adulta y seria que él había visto jamás en nadie- No quiero que lo salves. Quiero que lo mates.