D’Ándalan tenía los ojos fijos en su interlocutor, las piernas ligeramente separadas, el cuerpo tenso, y guardaba entre los dos una distancia más que prudente. Lo observaba receloso, intentando ocultar un miedo que se evidenciaba, por ejemplo, en la palidez de su piel. El sol, justo frente a él, iluminaba todo con una luz, a esas horas, lánguida y más tenue; sin embargo, no parecía alcanzar del todo al hombre que tenía delante, cuya capa negra lo oscurecía por completo y de cuyo rostro apenas atinaba a ver un mentón y unos labios a los que no alcanzaba iluminación alguna; saltaba a la vista de cualquiera por qué lo llamaban Shudan. D’Ándalan se sentía totalmente en desventaja, y lo estaba; sentía que hablaba, realmente, con una sombra que no tenía identidad.
Shasta, por el contrario, estaba al tanto de cada movimiento nervioso que ejecutaba con sus manos; de cada milímetro que deslizaba el pie en un instinto, preparado para atacar o defenderse; de esa mirada que se esforzaba por escrutarlo con terquedad. No necesitaba verlo, no más de lo que veía por debajo de la seguridad de su capucha, para saber que el gobernador estaba asustado. Podía oír incluso, si lo intentaba, los acelerados latidos de su corazón. ¿Ese tipo pálido y evidentemente idiota era realmente un vaxer? Debía ser uno muy malo. Contuvo un suspiro mientras sentía cómo su estómago comenzaba a revolverse, cómo una vocecita en su cabeza le rogaba que acabara ya con todo, que le torciera el cuello o le rebanara la garganta. Contuvo su odio y su creciente repugnancia y se esforzó por esbozar una sonrisa siniestra que, sabía, lo espantaría todavía más.
-¿Y a cambio…?- preguntó por fin, luego de un silencio que había dejado correr adrede, un silencio que, más allá de ellos, moría entre los sonidos lejanos de una ciudad ajetreada en plena tarde. Alrededor, sin embargo, no había más espectador que las plantas y arbustos que rodeaban las afueras de la gran mansión.
-Lo que quieras, si me traes a la chica antes de la próxima noche sin luna.
Otro silencio, interrumpido por el rumor de un viento que, si bien hacía bailar las copas de los árboles, a Shasta no parecía afectarle; como si lo rechazase con la misma vehemencia con la que rechazaba la luz. Tenía sus propias conjeturas sobre por qué el tipo que tenía delante buscaba tan desesperadamente a una niña a la que cualquiera podía matar sin demasiado esfuerzo; sabía demasiado, probablemente. Sí, él opinaba lo mismo. Qué iba a hacer con ella en cuanto la hubiese recuperado, sin embargo, era algo que no deseaba imaginarse. Por segunda vez sintió cómo se le revolvía el estómago; los nobles son todos iguales.
-Bien- dijo, rompiendo la tensión que se había estado acumulando en el gobernador; con su traje a la moda, su chaleco verde y el sudor que comenzaba a resbalarle por el rostro, se veía ridículo-. Cuando llegue el momento, me cobraré el favor.
D’Ándalan sonrió, cortés, un tanto más tranquilo; no iba a dejar que se cobrara nada, lo mataría antes, inmediatamente después de haber conseguido a la muchacha. Shasta lo sospechaba. Esbozó a su vez una sonrisa que era todo lo contrario a la que esgrimía el otro, una sonrisa que le devolvió a aquel todos sus nervios. Sabía que tenía que tenderle la mano para cerrar el trato pero, mirándolo reacio mientras D’Ándalan se debatía entre sus miedos y su orgullo, se cubrió entre sombras que no podían ser naturales y, gradualmente, se perdió en ellas hasta desaparecer; la oscuridad que se había creado a su alrededor tardó en disiparse, ante la atónita mirada del hombre que había quedado inmóvil en su sitio, paralizado.
Un segundo antes de desaparecer, sin embargo, el joven vaxer oyó un grito. Se sobresaltó, sorprendido, mientras los vanix que lo rodeaban (violeta, rojos y verdes) aumentaban su velocidad y comenzaban a transportarlo. Un grito no muy fuerte ni muy prolongado, un grito surgido de un impulso, nacido del miedo; un grito que rogaba ayuda. ¿La chica?, pensó, extrañado e incómodo; qué oportuna. Él no la había buscado y parecía encontrarse demasiado lejos como para que el sonido hubiese llegado a sus oídos… ¿lo había encontrado ella? Suspiró, mientras se sentía arrastrar por su propia fuerza, ya fuera del espacio-tiempo: esa muchacha podía convertirse en un problema.
Como si algo quisiera confirmar sus pensamientos, abrió los ojos ni bien sintió la tierra bajo sus pies y se encontró a sí mismo parado en un callejón vacío, fuera del muro, rodeado de las palomas que recogían las porquerías que dejaba la gente al pasar. No estaba en el refugio, evidentemente; se había dejado llevar por los vanix de la chica. Esbozó una sonrisa amarga e, irritado, soltó una maldición.
Una semana. Tenías que sobrevivir una semana. Era fácil decirlo.
Luchaba consigo misma mientras corría a toda velocidad por las estrechas e irregulares calles de aquel laberinto, levantando su estúpido vestido blanco para no pisarlo. Las manchas de sangre se disimulaban ya con el marrón del barro seco, la tierra, y toda la suciedad que había conseguido juntar en sólo tres días. Tres días…; no era ni la mitad de una semana. Pero aún no estaba muerta, y se aferraba a eso mientras obligaba a sus piernas a moverse con mayor velocidad, mientras se movía ágilmente entre muros, casas y escombros. Como siempre, sentía su cuerpo ligero, liviano como una pluma y lo movía a su antojo sin ninguna dificultad; su tamaño pequeño seguía siendo una bendición. Su vestido, sin embargo…
Escuchaba tras ella, cada vez más cerca, la carrera torpe y ruidosa de los guardias que la perseguían desde hacía ya unos minutos. Habían salido de la ciudad por ella (¡habían atravesado los muros de su burbuja por ella!) y la buscaban en cada rincón de las calles. Nadie nunca, jamás, salía de la ciudad una vez que estaba dentro a menos que tuviese permiso real o que fuese muy, muy lejos; afuera no había nada que importara más que muerte, despojos y un olor horrible. Las leyes y la justicia se encerraban en los muros de la ciudad y, tras ella, reaparecía para cobrar impuestos en los campos y controlar a los campesinos. Alrededor de la muralla se formaba un vacío al que nadie quería entrar, donde la gente hacía cualquier cosa para sobrevivir… o para buscar la muerte. Fuera de los días de la cosecha, dos veces al año, no había uniformes visibles en aquel sector. Ese día, sin embargo, alguien había decidido hacer una excepción y, gracias a ese alguien, Amira corría para salvar su vida, sin saber a dónde la llevaban sus propias piernas, sin mirar atrás.
Sabía que si lograba perderlos un momento, si conseguía algo de ventaja, podría ocultarse; era buena en eso, pasar inadvertida era su mayor encanto. Pero no podía meterse en ningún lado mientras los dos tipos que la perseguían (¿seguirían siendo dos o se habría sumado alguno más?) le vigilaran la espalda. A pesar de la velocidad a la que corría y del tamaño de sus cazadores que les jugaba en contra, los sentía más y más cerca y sus rápidos pasos resonaban más y más profundo en su cabeza.
Una semana. Los ojos, algo más brillantes de lo normal, del hombre que había intentado matarla aquella noche asaltaron de pronto su mente; esa voz hizo eco una vez más en sus oídos. Espeluznante. Raro. Aterrador. ¿En qué se había metido?
Gritó involuntariamente cuando uno de los guardias la alcanzó y la tomó del brazo, sorprendiéndola. Sintió cómo sus piernas perdían el equilibrio y ambos cayeron sobre el suelo de una tierra ya seca; rodó unos pocos metros y luego su cuerpo se detuvo, completamente entumecido, boca arriba. Abrió los ojos, gimiendo de dolor, y se apresuró a incorporarse lo suficiente como para poder mirar alrededor, asustada y confundida. El que había rodado con ella comenzaba a incorporarse y un segundo hombre corría de prisa hacia ella, a corta distancia; no llegaría a tiempo para levantarse y echarse a correr una vez más. ¿Es el fin?, se preguntó mientras intentaba ponerse en pie con torpeza. La matarían. ¿Decidirían colgarla o la degollarían? Ya no importaba; al menos, había sido libre durante tres días.
Todo parecía irreal, confuso y muy lento; a sus ojos las imágenes perdían nitidez y las cosas se salían de foco por momentos, mareándola. El hombre llegó hasta ella y, sin que la joven consiguiera verlo claramente, sujetó sus brazos con una rudeza innecesaria y empujó hacia abajo una vez más, obligándola a arrodillarse. Amira ignoró el dolor que recorrió su cuerpo y no se resistió mientras el segundo hombre, que acababa de levantarse, le tendía a su compañero una cuerda y luego se agachaba frente a ella. Le costó enfocar el rostro pálido y los ojos oscuros del cosseno que la observaba con una sonrisa burlona; puso una mano en la parte superior de la cabeza de la joven que apenas lograba ocultar el miedo en su mirada, en un principio con suavidad. Acarició su cabello una vez, estremeciéndola, y luego tiró de él con fuerza hasta obligarla a levantar el rostro y arrancarle un chillido de sorpresa y dolor.
-¿Todo por esta mocosa?- preguntó, chasqueando la lengua mientras la observaba de pies a cabeza con una expresión de desdén- D’Ándalan tiene un gusto… particular.
¿D’Ándalan? Amira enfocó la mirada, ahora sin problema alguno, sintiendo cómo el pánico luchaba con sus nauseas en una guerra por apoderarse de su cuerpo.
-Cierra el pico, que es el gobernador- ordenó el otro mientras, a su espalda, comenzaba a atarle las manos-. Y por esta “mocosa” nos va a pagar con conux.
La joven apenas escuchó la risa del hombre que continuaba tirando de su pelo con crueldad, apenas sintió el dolor. “No lo has matado, puedes limpiar tus culpas”. No podía ser, no lo había creído. Ella misma había hundido el cuchillo, había sentido cómo el filo pasaba a través del cuerpo con dificultad y lo había retirado luego de un cadáver que ya no respiraba; había visto… No podía ser. No.
“Quítate la ropa”. Sus manos desgarrando su falda, subiéndola, su cuerpo sobre el de ella… “Puta…” Los golpes en su estómago para quitarle el aire, el pánico, el terror. Y sus ojos, sus ojos sádicos, su sonrisa enferma. Sus ojos muertos. Quería echarse a llorar, gritar, rogarles que la dejaran ir, pero no pudo hacer más que quedarse en blanco mientras la inmovilizaban, perdida en recuerdos horribles.
-No…- murmuró, en una especie de súplica que no pudo concretar. No podían llevarla de nuevo allí, no con ese hombre; antes prefería morir.
-Cállate- ordenó, justo antes de soltar su cabello y tomar su brazo en un intento por levantarla. “Cállate” le había gritado él también, y después la bofetada.
-¡No! ¡Suéltame…!- consiguió gritar y, por primera vez, comenzó a resistirse con todas sus fuerzas, presa del miedo y la desesperación-. ¡Suéltenme!
Un golpe en el estómago con el puño de una espada la dejó sin aliento y ellos empezaron a forcejear para arrastrarla. Otro golpe, esta vez en la cabeza, la dejó aturdida y algo más dócil. Sintió cómo entre los dos la obligaban a seguirlos, mareada; todo a su alrededor daba vueltas mientras sus pies ofrecían una mínima resistencia al rozar contra el suelo. Iban a llevarla con el gobernador una vez más, no iban a matarla; quizás nadie sabía que había intentado asesinarlo. No la buscaban para arrestarla, la buscaban porque ese hijo de puta les había ofrecido dinero a cambio. No, repitió mientras sentía cómo la desesperación y el pánico corrían por su cuerpo. Le pareció ver, una vez más, que a su alrededor todo se enrojecía; un rojo extraño y en el que no lograba enfocar su vista. Ya no confiaba en sus ojos, de cualquier modo, ya no le prestaba atención a nada que no fuese el miedo que lo dominaba todo, que amenazaba con estallar. No volveré a poner un pie en esa casa. ¡Prefiero morir!
Y estalló. De pronto algo salió de ella, algo nacido de su miedo; una fuerza que no era física y que salía de lo más profundo de su desesperación, una fuerza con la cual escaparon sus temores y que la dejó jadeando. Podía ver ahora con claridad cada detalle de cada muro, cada partícula de polvo, cada insecto entre los escombros que se amontonaban frente a ella. Los hombres ya no la sujetaban y la cuerda que habían atado a sus muñecas parecía haber desaparecido; se observó las manos primero, confundida, y luego miró a su alrededor.
Contuvo una arcada.
Se acercó lentamente al hombre que la había sujetado del cabello, sintiéndose temblar; yacía contra la pared trasera de una casa pequeña y a medio construir, sentado y sin vida. La sangre que había escapado de su cuerpo se encontraba desparramada a su alrededor como si hubiese sido arrojada, salpicándolo todo. En el muro de ladrillos había quedado un rastro discontinuo: en la parte superior una gran mancha roja dibujaba un círculo extraño del cual se desprendían retazos y del que aun se deslizaban restos…, por debajo se marcaba la línea que había trazado al caer. El cuerpo estaba aplastado y la cabeza parecía haber reventado por detrás en el impacto… Amira se inclinó involuntariamente a un lado del cadáver y vomitó.
No tuvo tiempo de reparar en el otro guardia, que había visto de pasada a sus espaldas también cubierto de sangre. Ni bien hubo soltado lo poco que tenía en el estómago, escuchó los pasos. Luego los gritos. Un hombre, en la otra punta del callejón, la señaló.
-¡Ahí!- gritó y otros dos, todos uniformados, lo siguieron cuando empezó a correr hasta ella.
Esforzándose por controlar el temblor de su cuerpo y ocultando de su mente las imágenes que acababa de ver, comenzó a correr una vez más, con torpeza en un principio. Los había matado. No tenía ni idea de cómo, pero sí estaba segura de que había sido ella, con esa cosa que había sentido estallar dentro y con las partículas rojas que había visto rondar alrededor. ¿Partículas? Aquello rojo que antes había confundido con un problema de visión, se le presentaba en sus recuerdos más nítidamente como partículas tan pequeñas como motas de polvo, brillantes y de un color que, pese a su tamaño, se notaba rojo. Cientos de ellas, miles.
Sacudió su cabeza, confundida, e intentó concentrarse en el problema que debía solucionar más urgentemente. La seguían a una distancia que, por el momento, la mantenía tranquila, pero no podía correr por siempre. Atravesó callejones y pasó junto a casas y carpas donde por primera vez personas repararon en ella, recelosos; maldijo y se dirigió de nuevo a las calles más externas y casi abandonadas. Justo en el instante en que dejó de oír los pasos con claridad, se encontró en una plazoleta vacía, medio destruida e interrumpida por construcciones que habían sido provisorias y luego se habían desertado. Con su mente funcionando a toda prisa, corrió hasta el pozo de agua que había en el rincón (si bien precario, lo único de todo lo que la rodeaba que permanecía intacto) y, sin saber muy bien qué hacía, se sujetó de la cuerda de la que colgaba el balde y, con él, se dejó caer hasta que la oscuridad de los muros de piedra que la rodeaban la ocultó por completo. Sosteniéndose con los dos extremos de la soga que se desprendían de la polea, para no caer, se mantuvo inmóvil durante un rato.
Escuchó atentamente cuando el silencio del lugar se vio interrumpido por pisadas y susurros; los guardias echaron un vistazo corto al sitio vacío y continuaron la carrera, en pos de la joven que parecía haber desaparecido. Amira no se atrevía a salir de su escondite. El sol amenazaba con comenzar a ocultarse y, sobre su cabeza, el cielo empezaba a tornarse de un color naranja; la brisa del atardecer, allí abajo, no conseguía alcanzarla. ¿Qué tan profundo sería el pozo?, se preguntó mientras observaba la oscuridad sobre la que colgaban sus pies. No quería averiguarlo.
Con un cosquilleo en el estómago que empezaba a resultar desagradable, luego de aguardar unos minutos en medio de aquel silencio que parecía seguro, comenzó a izarse torpemente con las dos cuerdas que sostenían sus manos. La fuerza de sus brazos no era algo de lo que se enorgulleciera; sin embargo, poco a poco fue logrando alzarse hasta que sus ojos asomaron por encima de las rocas viejas que rodeaban al pozo. Entonces, para su sorpresa, tras un corto y sordo sonido, la cuerda se cortó. Ahogando un grito alcanzó, apenas, a sujetarse del borde justo antes de que tanto la soga como el balde cayeran; no tardó en escuchar un chapoteo sobre su respiración jadeante. Perfecto. Es el colmo.
Intentó elevarse, sujetándose con mayor firmeza, raspando con sus pies descalzos y ya bastante heridos la roca del agujero en el que estaba metida, sin resultado alguno. ¿Iba a morir así? Lo prefería, antes que volver a poner un pie en aquella mansión infernal en la que había estado metida los últimos tres años. Aun así, si miraba hacia abajo e intentaba descifrar lo que había tras la oscuridad, un miedo instintivo, el miedo a la muerte, le recorría el cuerpo y la obligaba a sujetarse con fuerza. Continuó tratando de izarse al menos un poco, lo suficiente como para poder sacar sus brazos… Fue inútil.
Sus músculos comenzaban a protestar cuando, a punto de intentarlo una vez más, escuchó pasos. Se detuvo e, inmóvil, se preguntó si los guardias habían vuelto, mientras se esforzaba por no caer. Pero parecían los pasos de una sola persona, pasos tranquilos, apenas audibles…, pasos que se acercaban al pozo. ¿Podía ser alguien que sólo pasara por allí? ¿Alguien que necesitase agua? Podía ayudarla, podía ser su salvación… o podía avisar a los guardias. O matarla. O… No se atrevió a gritar ni a avisar de su presencia pero, fuese quien fuese, probablemente ya había visto las manos que asomaban sobre las piedras. Con el corazón latiéndole con fuerza y gotas de sudor deslizándose por su rostro, aguantó mientras el dueño de los pasos se acercaba más y más, hasta cubrir con su cuerpo la poca luz del sol que todavía la alcanzaba. Alzó los ojos hacia la figura negra que se erguía sobre ella, imponente, aterradora, e hizo un esfuerzo por que sus brazos no temblaran mientras buscaba entre las sombras un rostro familiar. ¿Shasta?
-¿Perdida de nuevo, princesa?- Se agachó para observarla y un destello de luz bordeó su capucha hasta iluminar su tez y hacer brillar su mirada divertida. Sus labios esbozaban el fantasma de una sonrisa.
No había pasado una semana, ni siquiera la mitad. ¿La ayudaría? A pesar de ser su única opción si quería salir viva de allí, había algo en su actitud soberbia, en su postura arrogante, y en su expresión burlona, que la incomodaba. Actuaba como si ella fuera un insecto, como si no matarla fuera un acto piadoso de su parte, como si salvarla no le correspondiese.
-¿Me das una mano?- pidió, venciendo la timidez que ese hombre le provocaba, más con un tono interrogante que de súplica.
Intentó, sin mucho éxito, ocultar su nerviosismo mientras le mantenía la mirada, buscando en ella algún indicio que le diera esperanzas. Entornó los ojos, sin abandonar su sonrisa discreta, pero no hizo amago de acercarse; resultaba, con un poco más de luz, más joven de lo que le había parecido en un principio. Pasaba por poco los veinte y, aún así, en sus ojos había demasiados sentimientos, había visto en ellos demasiado odio, para alguien tan joven. Después de casi un minuto en que ambos se observaron fijamente, midiéndose, por fin habló.
-¿Por qué te buscan con tanto ímpetu?
La miraba con un rostro inexpresivo y un tono de voz calmado, pero había cierto recelo en sus palabras, una curiosidad genuina.
-Porque apuñalé al gobernador, supongo- mintió a medias, de nuevo con cierta vergüenza, ante esos ojos penetrantes que parecían atravesarla como flechas y observar dentro de su mente.
¿La buscaban realmente por eso? Había llegado a barajar tres opciones y esa era una ellas. La otra, que D’Ándalan era un psicópata sin límites y un sádico. Y la última posibilidad era que sospechara que ella había descubierto cosas que no debía descubrir. La primera hipótesis le había parecido la más probable y la menos peligrosa; sin embargo, que los guardias no hubieran intentado llevarla ante el rey le generaba dudas. Y dudas muy similares parecían cruzar la mente del hombre que la observaba por encima, pensativo.
-¿Me ayudarás?- se atrevió a recordarle, interrumpiendo lo que fuera que estaba meditando. De vuelta a la situación, volvió a esgrimir una sonrisa que no era del todo una sonrisa. ¿Por qué Dehna le había dicho que acudiera a un hombre como él?
-¿Debería?
No conseguía descifrar si sólo estaba burlándose de ella o si realmente estaba allí para verla caer, si realmente no le importaba. De cualquier modo, se encontraba en las mismas circunstancias que hace dos minutos, antes de que apareciera; ¿por qué sus miedos se habían incrementado al doble? Sus músculos comenzaban a entumecerse.
-Por favor- pidió, ignorando un orgullo que estaba acostumbrado a que lo callasen.
-¿Por favor?- su sonrisa se volvió casi cruel- No es un gran incentivo.
-¿Qué quieres?
-Un motivo convincente- respondió con calma. Sus manos no aguantarían mucho tiempo más, y el sudor que desprendían amenazaba con hacerla caer- No creo que puedas ser muy útil si ni siquiera puedes salir de aquí.
Observó sus propios brazos en tensión y la distancia que la separaba del borde; su mente le repetía una y otra vez que no podía hacerlo. Pero, tal vez, si utilizaba lo que fuera que había usado antes para escapar de los guardias… La imagen de los cadáveres tendidos en el suelo, de la sangre y las vísceras desparramadas a su alrededor, la disuadió de intentarlo; de todos modos, no sabía cómo. Shasta continuaba observándola con atención, concentrado en el rumbo que tomaban sus pensamientos.
Sabiendo que cometía una estupidez, que probablemente se caería, tomó toda su rabia y la llevó hacia los músculos que no tenía, esforzándose por izarse. Mientras el sudor le bajaba por el rostro y contenía gritos de fuerza, consiguió colocar un codo sobre la superficie de la piedra y luego el otro. Eufórica y sabiéndose al borde del colapso, elevó su cuerpo lo más que pudo hasta que su cabeza asomó por encima de la roca. Respirando con dificultad, se detuvo un momento para tomar aire y supo enseguida que más que eso no conseguiría subir. Lo observó mientras recuperaba el aliento y encontró su sonrisa burlona espeluznantemente cerca; para su horror, se acercó todavía más, agachado como estaba, hasta quedar sus rostros separados por centímetros.
Podía escuchar su propio corazón, latiendo en cada parte de su cuerpo, y sentía cómo sus brazos amenazaban con perder sus fuerzas. Lo observó sorprendida y temerosa, escrutando su mirada, sus facciones, en busca de algo que la tranquilizara o la pusiera en alerta; su sonrisa divertida, acompañada de sus ojos fríos, no hacía más que ponerla incómoda.
-Bravo- susurró, burlón, provocativo, muy cerca de su rostro. ¿Qué buscaba? Dudaba que, con todo eso, intentara solamente molestarla; debía tener mejores cosas que hacer. ¿Qué era lo que quería, entonces? Sus ojos la ponían nerviosa, la desconcentraban, le impedían pensar.
-Ayúdame- volvió a pedir, sin dejar de mirarlo, apelando a cualquier sentimiento que escondiese dentro. Ninguna súplica parecía tener más que el efecto contrario.
Estiró su brazo hacia ella, sin dejar de mirarla con una diversión fría que rozaba el sadismo, y limpió con el dorso de su mano el sudor que no dejaba de deslizarse por su piel. Amira abrió los ojos ante el sorpresivo contacto y, de pronto, contuvo la respiración, tensando cada músculo; su mente dejó de funcionar. Si bien su tacto era suave y delicado, comenzó a marearse y a perderse en una marea de sensaciones horribles que le resultaban familiares. Le dolía allí adonde la tocaba, como si la estuviese golpeando; le dolía de pronto cada músculo, cada moretón. La mirada de D’Ándalan se confundía con sus ojos fríos, su mano suave la llenaba de un pánico que apenas había conseguido dejar atrás y su propio sudor empezaba a tornarse helarse. Mancha tras mancha, toda su visión se cubrió de negro y su cuerpo perdió la poca fuerza que le quedaba; en medio del terror que sentía, entre todas las imágenes que la asaltaban, y en apenas un segundo se dejó caer inconscientemente como resultado del pánico, desesperada por alejarse tanto de la realidad como de los recuerdos que su cuerpo parecía empeñado en revivir mientras su mente repetía una y otra vez imágenes que la paralizaban. Soñaba con ellas cada noche, en cada pesadilla, y, en ese momento, se sentían reales.
Cuando recobró su visión y sus propios sentidos, apenas segundos después, lo primero que vio fue el vacío que volvía a esperarla bajo sus pies. Se revolvió, asustada ante el peligro, y recién entonces notó la mano que la sujetaba de la muñeca para que no cayera. Shasta se había inclinado hacia delante, hasta meter la mitad de su torso dentro, y la observaba con una sorpresa que parecía genuina, ligeramente boquiabierto. La escrutó fijamente, buscando algo en ella que explicara su reacción, y luego de un momento alzó las cejas, inquisitivo, mirándola para después mirar la profunda oscuridad que la rodeaba.
-No quieres caer ahí, princesa- murmuró, con una mirada en blanco dirigida hacia el fondo del pozo. A pesar de su inexpresividad, había algo en él (tal vez la rigidez en el brazo con el cual la sujetaba, la fuerza que empleaba o la dureza de sus rasgos) que delataba su incomodidad-. Podrías pasar semanas allí abajo, meses, muriendo de hambre, tal vez con una pierna rota o un brazo, mientras las ratas te muerden para alimentarse.
Volvió a mirarla y, por unos segundos, la estudió; lentamente, no obstante, fue retomando su mirada glacial, su sonrisa tensa.
-Por favor- repitió, asustada por sus palabras, y se afianzó a la mano que la mantenía en el aire y le impedía caer en la pesadilla que acababa de describir. Cálmate, intenta asustarte. ¿Por qué intentaba asustarla?
-Te dije que eso no me sirve de nada- dijo, impaciente, de pronto mucho más frío- Dame un motivo por el cual debería salvarte. ¿Cómo puedes ser útil, princesa?
El sonido de su propia respiración le dificultaba el pensamiento y los latidos de su corazón retumbando en cada parte de su cuerpo, también. No le tenía tanto miedo a la muerte, no a esas alturas del partido, pero sí a las imágenes que se sucedían en su cabeza sobre oscuridad y ratas…, las mismas ratas que habían acompañado parte de su infancia, las ratas a las que había visto devorar a un niño entre gritos de terror.
-Puedo usar los vanix- soltó, desesperada; era algo que sólo sospechaba y que quizás no fuese cierto, y algo, también, por lo que podrían matarla. Como si intentar asesinar a un noble no lo fuera. La escrutó un momento y, gradualmente, suavizó su expresión helada.
-No es suficiente.
Deslizó los dedos que se cernían a su muñeca un poco más arriba, con suavidad, en lo que podría haber sido una caricia pero era, sin duda, una amenaza. ¿Iba a soltarla? Tal vez, después de todo, no fuera para tanto; tal vez muriera al caer, si conseguía golpearse la cabeza. Tal vez incluso lograra salir de allí por su propia cuenta, si era verdad que podía usar los vanix y si aprendía cómo. Aún así, el miedo la obligaba a sujetarse con fuerza a la mano que la sostenía y a pensar con toda la velocidad de la que era capaz. ¿Debía decirle sobre la reserva de conux? Esa era su última carta y, si la usaba mal…
-Hay algo que el gobernador no quiere que nadie sepa. Por eso me están buscando- dijo, tirándose un farol en parte. No estaba para nada segura de por qué la estaban buscando tan desesperadamente, ni sabía más que una pequeña fracción de lo que el D’Ándalan escondía.
Esperó, observándolo, pero la única reacción que vio en su rostro fue el amago de una sonrisa y unos ojos ligeramente entrecerrados que la miraban con diversión y recelo. ¿No le creía? Sí, sí lo hace. Es lo que ha estado esperando que diga desde el principio.
-Dilo- exigió, haciendo uso de su superioridad respecto a las circunstancias. Sin embargo, Amira sostuvo su mirada imperativa con determinación, todavía asustada, pero lo suficientemente concentrada razonando los pasos que iba a seguir a continuación como para no dejarse intimidar.
-Sácame- rogó, sabiendo que si lo reclamaba sólo conseguiría enojarlo. O hacerlo sonreír una vez más.
-Me lo pensaré después de escucharte.
-Nada me garantiza que después de que te lo diga no me dejarás caer. Y déjame unirme a la organización- añadió, un tono más bajo, temiendo hacerlo enojar o que alguien los escucharla. Él también pareció tensarse ante la indiscreción- Entonces te lo diré. Y juro que te va a interesar.
-No estás en posición de negociar nada, princesa- amenazó, recuperando su expresión helada, aterradora. No podía ceder, no ante su última oportunidad, sin embargo… sus ojos, no podía quitar la vista de sus ojos, hipnotizada; mirarlo fijamente era como encontrarse frente a un precipicio. Sabía que podía caer si se acercaba, pero tenía que echar un vistazo. Y ese era un precipicio muy profundo y peligroso.
-Lo sé, pero no tengo más alternativa. Suéltame, si no te parece bien- ofreció, intentando que no le temblara la voz-. Pero no te diré nada.
Se sostuvieron la mirada durante un rato, ella tratando de aparentar determinación y ocultando el miedo que le corroía el estómago, él simplemente midiéndola con una expresión indescifrable, tenebrosa. Podía dejarla caer, podía no confiar en ella y soltarla; en cualquier momento los dedos que la sujetaban podían desprenderse de su muñeca y ella se hundiría en la oscuridad rápidamente, se golpearía y se sumergiría en el agua del pozo, si tenía suerte, muerta. Si no la tenía, tal vez se ahogaría al hundirse. Tal vez, como él había predicho, muriera en boca de esos animalitos que tanto odiaba. Tal vez se desangrara, o muriera de hambre tras días y días. Tal vez…
Detuvo sus pensamientos, y el temblor que se había apoderado por completo de su brazo, cuando se sintió subir, elevarse tironeada sin dificultad alguna. La levantó hasta que, de nuevo, pudo ver el pequeño patio que rodeaba al pozo y entonces la alzó, sujetándola de las axilas sin demasiada fuerza. La soltó ni bien sus pies tocaron el suelo y, totalmente débil y exhausta, le fue imposible mantenerse en pie. Cayó de rodillas frente a él y, separando su cuerpo del suelo con los brazos extendidos, respiró profundamente, aliviada, recuperando fuerzas. Cada parte de su cuerpo parecía insostenible, frágil, inerte, cada parte de su cuerpo temblaba como una gelatina. Con el cabello cayéndole sobre el rostro y cubriendo las lágrimas de alivio que pugnaban por salir, se mantuvo inmóvil casi un minuto, recuperándose del pánico que empezaba a abandonarla.
Lentamente, a medida que fue sintiéndose mejor, alzó la cabeza y comenzó a erguirse, dispuesta a ponerse en pie.
No llegó a ver nada, apenas sintió el golpe. Algo impactó contra su cabeza y de pronto todo se nubló hasta volverse negro; no tuvo tiempo de sentir dolor mientras perdía poco a poco la consciencia. Lo último que vio, o creyó ver, fue el color anaranjado de un cielo vasto, despejado, y una sombra que se acercaba hasta recortarse en él.
No supo nada más.