Rebeca no tenía ambiciones y tampoco un futuro trazado. El mundo le había dicho que era una descarriada mala conducta y eso era precisamente en lo que se había convertido. Sin embargo, había una sola cosa que la acompañaba desde que tenía memoria y que no había despreciado.
El océano.
Y es que, era imposible no enamorarte de él cuando vivías en Cornuella, un condado al suroeste de Inglaterra, colmado de naturaleza virgen y cientos de pueblos pesqueros con casas coloridas y llenas de vida.
Todo lo que le gustaba hacer —el refugio donde escapar, el lugar donde podía desahogarse— se reunía en las costas de Cornualles, entre las olas, las rocas jurásicas y el reflejo de la luz del sol en el agua salada.
Había un lugar secreto al que le gustaba ir. Una playa virgen detrás de los acantilados. Cuando podía lograr escaparse del colegio, tomaba su bicicleta, bajaba sin freno por la carretera empinada y luego caminaba hacia las enormes rocas. Dejaba su bolso a un lado, se desvestía —con el traje de baño ya puesto— se colocaba sus lentes y sus gorros de natación y corría hacia la playa. Nadar contra la corriente era liberador, sobre todo los días que parecían ser un infierno.
Nadar enfrentando las olas, con furia y fiereza, era como se sentía su propia vida. Pero al menos allí avanzaba y podía permitirse parar y relajarse cuando ya no quería seguir luchando más.
Sus manos arrugadas eran la señal para salir del agua, antes de que anocheciera y la marea subiera. La subida era lo más agotador, sobre todo porque su cuerpo se hallaba completamente cansado por el nado, pero era parte de su ejercicio físico. El faro siempre podía verse casi desde cualquier lugar de Cornelia. Más que alivio, eso le generaba retorcijones en el estómago porque sabía que tendría que lidiar con su madre y sus retahílas de por qué no estaba en el restaurante. Su madre tenía una docena de empleados. Era más un florero que alguien de ayuda y le estresaba que fuera tan estricta con ella cuando quería enseñarle el manejo del mismo. Por esa razón prefería escaparse.
El restaurante de su madre se llamaba “Puerta Azul”. Era un edificio de dos plantas estilo colonial. El faro se encontraba en medio de él, a la orilla del acantilado, por lo que la estructura quedaba dividida en dos edificios, uno más grande que otro. El más pequeño era la casa y el mismo sí estaba directamente conectado al faro.
Dejó su bicicleta en el estacionamiento de los comensales
Se escabulló, evitando ser vista. El camino de su playa secreta al faro duraba casi una hora y media caminando, así que el sol ya se estaba ocultando. Eso significaba que el restaurante ya había cerrado. Por esa razón decidió entrar por la ventana. Primero lanzó el bolso, luego metió su cabeza y después su torso. Se quedó de piedra al ver a su madre parada en la puerta de su habitación.
Suspiró, pero pasó de ella y terminó de entrar por la ventana.
—Buenas noches.
—¿Es todo lo que vas a decir después de entrar por la ventana como una criminal? —cuestionó con dureza.
—Buenas noches, querida y adorada madre, apelo a su autoridad en esta casa, para poder entrar a mis aposentos.
— La policía está aquí.
—¿Qué?
—Les pedí que estacionaran la patrulla lejos del restaurante porque ibas a notarlo y te escaparías. Al parecer, la señora Madison tuvo un ataque de alergia, alguien te vio y se lo dijo. Y ella acaba de denunciarte por intento de… —masajeó su cabeza, mortificada—. ¿Tienes idea de lo que hiciste? ¡¿TIENES IDEA, REBECA?!
Rebeca quedó helada.
—¡Maldito Keppel! —gritó, temblando de furia y miedo.
Intentó volver a escapar por la ventana, pero su madre fue más rápida y la sujetó de los brazos. Aunque intentó zafarse, no pudo. Había una razón por la que Rebeca sabía nadar tan bien y eso era porque su madre le había enseñado. Esos brazos podían alzar Dos ollas inmensas llenas de caldo.
—¡Asumirás la responsabilidad, mocosa!
—¡¿De verdad vas a enviar a tu única hija a la cárcel?! ¡¿Podrás cargar con esta deshonra en la familia?! —gritó, eufórica. Los policías ingresaron al oír los gritos, inmovilizándola y esposándola—. ¡Solo quieres deshacerte de mí!
—Tienes derecho a guardar silencio —dijo uno de los policías—. Todo lo que digas puede ser usado en tu contra.
Rebeca comenzó a hiperventilar. Miró a su madre, suplicante.
—Mamá, por favor.
—¿Ahora si eres diligente? —cuestionó ella con dureza—. Responsabilízate de tus actos y asume las consecuencias. Buscaré un abogado para ti. A ver si así no te cortan la cabeza en la guillotina…
—¡Eso ya no existe! —grito, mirando a los policías. Palideció al ver que se mantuvieron en silencio—. ¿Verdad?... ¡¿VERDAD?!
—Guarda silencio.
Rebeca se dejó caer al ver la frialdad de su madre. Rabia y tristeza, ambos sentimientos.
—¡MAMAAAAAAAA! —rompió en llanto, como una niña pequeña—. ¡INCLUSO LAS MAMÁS DE LOS PEORES CRIMINALES LOS APOYAN! ¡LA MADRE DE PABLO ESCOBAR LE LLEVABA HASTA GUISO A LA CÁRCEL! ¡¿POR QUÉ TÚ NO PUEDES APOYAR A TU INOCENTE HIJAAAAA?! —Cindy no respondió, indiferente—. ¡Quédate con tu abogado! ¡Prefiero refundirme en la cárcel que aceptar tu ayuda! —miro a los policías y les susurró—: Llamen a mi papá.
En la cárcel, solo pudo pensar en su madre.
Y en el malnacido de Keppel.
Estaba segura de que había sido ese cuatro ojos el asqueroso sapo.
Su padre fue quien la esperó afuera de la comisaría. En cuanto lo vio, corrió escaleras abajo y lo abrazó. No dejó de llorar sobre su hombro mientras le contaba la traición de su madre.
—Oh, mi niña, ya se acabó.