Receta para conquistar al chef

Capítulo 4: Azafrán

En Cornualles, la luna en cuarto menguante se veía diminuta comparada con el mar. Pero al adentrarse en los bosques —envuelta entre los enormes robles del condado, como una sonrisa del cielo— daba la sensación de que podía tocarse con tan solo extender los dedos.

Además de la brisa marina en la lejanía,lo único que pudo escucharse en el pequeño tumulto de vegetación que cercaban naturalmente la casa de los Keppel, era el crujir de las hojas con las aceleradas pisadas de Rebeca. Eso y su respiración pesada.

Se detuvo frente a la enorme casa y sonrió victoriosa.

—Te vas a arrepentir de haber sido un sapazo —dijo, determinada.

Su plan inicial era encontrar la habitación de Orlando Keppel y hacerla añicos, o quizás hurgar, encontrar algo muy comprometedor y vergonzoso y exponerlo en todo el colegio para que no tuviera más ganas de ir.

Rodeó la casa con sigilo, intentando encontrar alguna entrada accesible. En su búsqueda, se topó con un enorme huerto en la parte trasera de la casa.

Su madre también tenía un huerto, pero no era comparable con la organización y la diversidad de plantas que allí se encontraban.

Laurel, cardamomo, romero, lavanda, ¡incluso la planta de la pimienta! El olor de tantos frutos de especias juntas fue un banquete de aromas que se permitió disfrutar un momento con los ojos cerrados.

—Huele a venganza —se dijo a sí misma, con una enorme sonrisa—. Este lugar tiene que ser del cuatro ojos de Keppel. Siento que necesita una pequeña podada.

Notó que frente a la huerta había una especie de bodega de ventanas de cristal donde, de seguro, tenían los utensilios de jardinería. Se dirigió allí. No fue hasta que abrió la puerta e ingresó, que notó que se trataba de un invernadero.

Lo que había en su interior la dejó fascinada. Sobre todo por el impacto que tuvieron sus fosas nasales al percibir aquel aroma a tierra mojada, dulce y de madera seca, como si su madre estuviera quemando palo santo y el humo se mezclara con el de un buen tabaco cubano y un poco de perfume de lavanda.

Reconocía ese olor donde fuera.

Azafrán.

Para obtener un kilo de azafrán puro eran necesarias unas doscientas cincuenta mil de aquellas flores que parecían saludar a su observadora con sus pétalos. Era una de las principales razones por la que era considerada la especia más cara del mundo.

La sonrisa de Rebeca se ensanchó tanto como la luna cuarto menguante que alumbraba la huerta.

Alzó sus pantalones y luego levantó su pie derecho para entrar al sembradío y aplastarlas.

“¡Veamos quién no estará aburrido ahora!” —exclamó, sin dejar de reír como una sádica.

Destruyó todas y cada una de las flores, volviendo pedazos sus pétalos, mientras se carcajeaba como una desquiciada.

—ja,ja,ja…JA,JA,JA,JA —rió a mandíbula batiente, eufórica. Cuando perdió todo el aire, tomó un profundo respiro para volver a reír, pero se atragantó al ver una silueta parada en la puerta—. ¡AH!

Orlando caminó lentamente hacia el sembradío. No apartó la mirada de las flores destrozadas. El miedo incipiente de Rebeca fue oculto entre su valentía y su rabia, pero en cuanto él fijó sus ojos en ella, las alarmas se dispararon en su cabeza.

—Corre —le dijo él.

Ni corta ni perezosa, Rebeca saltó sobre el sembradío hacia la entrada, pero Orlando fue más rápido y la sujetó de la coleta.

—¡Ay, idiota! ¡¿Cómo puedes actuar así con una mujer?!

—¡No eres una mujer, eres una animal! —escupió, jalandola hacia él para sujetar de los hombros a la destructora de flores.

Rebeca giró su torso y extendió sus brazos para intentar empujarlo. Ambos cayeron sobre la tierra abonada. Ella aprovechó para restregarlo contra la tierra, riendo mientras lo hacía.

—Si yo soy el animal, ¿por qué eres tú el que está arrastrándose en la tierra como las lombrices, eh? ¡¿EH?!

Orlando giró sobre sí mismo para librarse de ella y la sujetó de los brazos para revolcarla en la tierra. Ambos rodaron, llenándose de barro, pétalos y azafrán. Rebeca sabía que tarde o temprano alguien llegaría y estaría en problemas si la encontraban allí, así que, con todas sus fuerzas, se zafó de él, echándole tierra en los ojos.

—¡Agh! ¡ESTÁS LOCA!

Se incorporó y salió corriendo, a toda velocidad. Sus pulmones comenzaron a oxidarse.

—¡INTENTA VOLVER A METERTE CONMIGO Y VERÁS COMO TE VA, LOMBRIZ DE COMPOSTA! —gritó, sin siquiera mirar atrás.

Orlando empuñó sus manos, viendo como aquel voluminoso cabello cubierto de tierra se ondeaba con fuerza en la lejanía.

Fue el día en que aceptó su grito de guerra.

La casa de campo del condado de Albemarle fue el hogar de Orlando durante muchos años. Aunque solo era una casa de verano del condado, su padre había decidido convertirla en la casa principal a pedido de su madre.

Su padre…

Pensar que había vuelto a aquel lugar por él, era irónico.

Contempló la enorme casa. La misma tenía un diseño similar a la de la finca del ducado que el mismísimo príncipe poseía en Cornualles. De estilo eduardiano, seis baños y siete habitaciones, la casa se hallaba peinada de tejas de arcilla, poseía ciento veinte ventanas emplomadas hechas a mano por artesanos de la época, y paneles hechos de roble, perfectamente hecho a la medida. El piso de granito y las paredes exteriores revestidas de piedras pulidas daban la sensación de ser un lugar acogedor. Lo era, ahora que su padre estaba muerto.

Bajó del auto, contempló la casa y respiró profundo antes de entrar. Abrió la puerta y, de inmediato, se encontró con su madre sentada en el mueble de la sala principal.

—¡Ceren, querida! —abrió sus brazos y se aproximó a ella, con una enorme sonrisa. A pesar de la cara de letalidad que su madre le dirigió, fingió demencia y dejó un beso en su mejilla, tendiéndole la bolsa que tenía en su mano derecha—. Traje tu postre favorito. Lo preparé con mucho cariño para la mejor madre que haya pisado la faz de la tierra.




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