La rutina de Rebeca se había vuelto estrecha desde que se convirtió en madre y cocinera. Durante las semanas se encargaba de todo lo relacionado con la enseñanza de la gastronomía, pues era la chef ejecutiva de la universidad. Los fines de semana se encargaba de dirigir la cocina del “Faro de Cindy” y, por casi veinticuatro horas, cumplía el rol de ser una madre protectora de una adolescente.
Había cargado con demasiados roles de responsabilidad durante años, la presión y la carga se habían vuelto tan habituales, que ahora se sentía como esos atletas que llevaban pesas en sus tobillos y muñecas.
Se había acostumbrado a la pesadez.
Y de vez en cuando flotaba en el océano para no sentir el suyo propio.
Pero ese día no funcionaría flotar. Ni siquiera nadar.
Él había regresado. Y no solo a Inglaterra. Había irrumpido en su vida de nuevo, casi de la misma forma que lo había hecho en el pasado; arbitrariamente, sin pedirle permiso y porque le daba la gana.
No había cambiado absolutamente en nada.
No le preocuparía su presencia —ni siquiera le mortificaría el hecho de que quisiera adueñarse del faro—, de no ser por su hija.
Podía enfrentarse a una eterna guerra con él si era necesario, podía pelear hasta que solo ambos quedaran agotados en el campo de batalla. Pero no lo haría con la misma implacabilidad. No con el talón de Aquiles que ella poseía.
Solo pensar que Orlando pudiera enterarse de la existencia de Cindy, un escalofrío le recorría los huesos y le sacudía la piel.
Miró el océano desde su auto. Si bajaba hacia el acantilado y entraba al mar, tenía la sensación de que se hundiría, así que prefirió seguir de largo, rumbo hacia el faro.
El diseño de aquel iluminador de barcos no había cambiado con los años. Se restauró tal y como lo recibió de su madre.
El restaurante se encontraba abierto cuando llegó. Usualmente, llegaba antes de que iniciara el servicio a los comensales para traer todas las frutas e ingredientes necesarios que compraba de la feria del pueblo, pero el encuentro con el conde la había dejado demasiado agobiada mentalmente y le había pedido el favor a su padre mientras ella se había ido a tomar algo de aire.
Al ingresar, muchos de los clientes la reconocieron.
—¡Rebeca! —le saludó uno de ellos desde su mesa.
—¡Sidney! ¿Cómo está tu hermana? La primera semana después del parto es una pesadilla para muchas —admitió.
—Está bien, gracias a Dios. La pobre llora del dolor cada vez que la pequeña Britney se amamanta. Lo detesta.
—No es la misma experiencia para todas…—comentó, nostálgica. Era la primera vez, en mucho tiempo, que pensar en su hija la sumía en sentimientos abrumadores. Sacudió su cabeza y sonrió—. ¿Y qué tal la comida? ¿Qué fue lo que pidieron?
—Lo de siempre —respondió Sidney—. Para mí; curry de pollo masala con pan injera y Harriet pidió el Tagine. Son una delicia. En mi opinión, lo mejor de tu cocina.
—Vamos, querida, ¡tienes que probar algo nuevo! —le sugirió Rebeca, entusiasmada.
—Me niego. El curry de tu madre es delicioso. Puedo saborear el caldo de res, el tomate Cherry y la leche de coco como si estuvieran bailando un vals entre ellos —dijo, extasiada—. Y ni hablar del pan injera, cariño. Es como si tuvieras al mejor panadero de Etiopía allí dentro.
—Y ni siquiera en Marruecos he probado un Tagine como el que preparan aquí —El esposo de Sidney se había dignado a hablar para concederle la razón a su esposa—. ¿Dónde consigues este pescado tan delicioso?
—Mi padre lo pesca en la costa del pueblo —respondió Rebeca, animada por sus halagos—. Es albacora o atún blanco. Tomado del océano y casi instantáneamente puesto en su mesa.
—Magnífico —dijo Sidney, aplaudiéndole—. No dejes de hacer estos platos, ¿sí? Creo que es lo único que mantiene a flote nuestro matrimonio porque no me gusta comer sola y la única persona que se digna a venir de tan lejos a comer en un faro, es este manganzón de aquí.
—También te quiero, cariño.
Rebeca sonrió, divertida.
—Por supuesto —dijo, jovial. Aunque, en su interior, las preocupaciones seguían burbujeando.
Saludo a otros tantos comensales con su habitual “¿Qué pidieron?” “¿Qué les pareció?”. Una parte del éxito de su restaurante, se debía al contacto que tenía con sus clientes.
El ambiente cálido y ameno cambiaba radicalmente apenas y se ponía un pie en la cocina.
Rebeca contaba con cinco cocineros (un chef, dos sub-chef y sus respectivos ayudantes de cocina) y dos aprendices encargados mayormente de producción y de la limpieza. Sin embargo, aunque había cargos designados para agilizar la cocina y que todo saliera perfecto afuera, cada miembro colaboraba en cualquiera de las otras formas.
Jacob, el chef encargado, tomó el papel que salía de la pequeña máquina de órdenes.
—¡ENTRA COMANDA! —gritó—. ¡De entrada; dos cremas de velouté y un cerdo marinado! ¡Un curry masala y dos bunny clow de fuertes! ¡Solo un rollo de baklava de postre!
—OÍDO, CHEF —gritaron todos al unísono.
—¡Hellen, por favor encárgate de las entradas y el postre!
—¡Oído, chef! —exclamó la jovencita, temblorosa. Hellen era la más joven y novata de todos. Su tarea principal era mantener limpias todas las vajillas, sin embargo, cuando la cocina se encontraba al tope de “comandas”, era quien se encargaba de montar los platos más sencillos para aliviar a los cocineros principales.
Rebeca entró sigilosamente y sin avisar. No le pasó desapercibido como el recipiente de vidrio que habían designado como el “Jarrón de groserías” estaba repleto de monedas y billetes. Cindy lo había dejado allí para ayudarle a los cocineros a no decir palabras soeces. Siempre se llenaba en las “horas pico”.