La rivalidad entre Rebeca y Orlando era como la levadura; con el tiempo, iba incrementando sin que nada pudiera detenerla. Rebeca le hacía la vida imposible en el colegio; haciéndolo tropezar, con chistes malos, intimidaciones al salir del colegio y al entrar, poniendo chicles en el asiento o escribiendo obscenidades en sus cuadernos. Mientras que Orlando, procuraba hacerle la vida imposible en el faro, haciéndose amigo de los cocineros que la habían visto crecer, ganándose su afecto y volviéndose el centro de atención para desplazarla.
No le había mencionado a la madre de Rebeca lo del azafrán, así que ella supuso que lo estaba guardando para un “ataque especial”.
Aunque las intenciones de Cindy, su madre, eran que Rebeca se interesara en el faro, designar a Orlando como su aprendiz tuvo el efecto contrario.
Las horas en el acantilado aumentaron y ni hablar de su mala conducta. Incluso se había acostumbrado a pasar horas y horas en las celdas de la comisaría. Si en el pasado la castaña parecía no saber a dónde se dirigía en su vida, ahora se encontraba completamente descarriada.
Uno de esos tantos días en los que bajaba en bicicleta por el acantilado, vio cerca de su escondite a un grupo de chicas corriendo en la arena, mientras un hombre les gritaba y les pitaba, animándolas a correr más fuerte. Ella se acercó, curiosa. Las chicas tenían más o menos su edad. Vestían un traje de baño entero y una chaqueta roja con el estampado “Selección estatal de natación”.
Su corazón comenzó a latir muy rápido, como si hubiera encontrado una perla preciosa entre la arena. Se aproximó, viendo su entrenamiento, completamente fascinada. El entrenador reparó en su presencia antes de que ella notara que la estaba viendo. La analizó por unos segundos. Tenía un vestido que no ocultaba del todo su traje de baño, su cuerpo era igual e incluso más atlético que el de sus propias alumnas y sus ojos…
Jamás había visto aquella hambre voraz de competencia y anhelo.
—¿Quiere unírsenos?
Rebeca sacudió su cabeza y observó al hombre. ¿Había escuchado mal?
—¿Disculpe?
—Luce como si estuviera a punto de lanzarse sobre ellas —Rebeca evadió la mirada, avergonzada—. Puede correr un poco con nosotros hoy. Y si está interesada, puede entrenar con nosotros en el colegio estatal.
—¿De-de verdad? —el hombre asintió, sonriente—. Me encantaría.
—Entonces no me hagas perder más tiempo —dijo, tratándola más informalmente y colocando un silbato entre sus labios. Sopló con fuerza, exaltándole—¡A correr!
—¡Sí, señor!
Rebeca comenzó a correr para alcanzar el resto. Sus pulmones comenzaron a impregnarse de oxígeno y a contraerse por el esfuerzo físico. La falta de aire, paradójicamente, se sintió como un golpe de aire puro, impregnado de plenitud. Sonrió, feliz. Lo supo en ese preciso instante.
Había encontrado su camino.
Las llegadas tardías aumentaron y la ausencia de Rebeca en el faro se sintió más que nunca. Incluso se sintió en el colegio. Rebeca ya ni siquiera le prestaba atención a Orlando, se marchaba al colegio estatal cuando tenía oportunidad con su nuevo grupo de amigos. Aquello le pareció extraño al futuro conde. Si bien había dedicado los últimos dos años a ignorar sus malcriadeces y bravuconadas, comenzó a prestarle atención, viendo como se dormía en casi todas las clases, como seguía regresando a altas horas de la noche al restaurante a pesar de los regaños de su madre, como lloriqueaba de un lado a otro con el cuerpo repleto de crema fría porque se había insolado y como en ocasiones se quedaba dormida sobre la mesa del salón cuando Cindy la mandaba a doblar las servilletas de tela y pulir los cubiertos, como en ese momento,
La miró a detalle. Dormida se veía menos salvaje que cuando estaba despierta. Notó que estaba más bronceado que antes. Su piel se veía como una salsa de caramelo salado en su punto perfecto, incluso tenía pequeñas pecas oscuras, como el caramelo tenía los pequeños puntos de la semilla de una vaina de vainilla. Sus rizos, abundantes —y rebeldes como ella—, caían sobre parte de su rostro, como ralladuras del chocolate más exquisito del mundo; de un cacao puro, oscuro y casi rojizo.
Rebeca se movió un poco, murmurando en sueños. Orlando endureció su gesto, tensándose al ver que había dejado divagar sus pensamientos.
¿Por qué estaba comparando a esa salvaje con tantas delicias?
Sujetó la punta del paño que estaba bajo el rostro de ella y lo jaló, despertándola. Rebeca se levantó de golpe, confundida. Al ver a quien tenía en frente, hizo una mueca de disgusto.
—¿Qué crees que estás haciendo?
—Estabas babeando las servilletas y los cubiertos, niña asquerosa —comentó, indiferente—. De verdad eres inservible.
—Inservibles te voy a dejar las piernas pedazo de… —calló al ver a una de las saloneras mirar hacia ellos con interés, era quien la estaba vigilando para que cumpliera el castigo—. Que amable de tu parte querer ayudarme, Orlando, pero gracias, estoy bien.
Orlando negó y sonrió incrédulo, mirándola con pena. No podía creer que una mujer tan admirable como Cindy tuviera ese intento de hija. Se marchó, decepcionado.
Rebeca dejó de fingir que doblaba las servilletas de tela y suspiró, agotada. Había practicado con el equipo estatal toda la semana para su primer torneo nacional. Estaba emocionada. Se había esforzado demasiado para llegar hasta allí.
Pensó en invitar a su madre, pero sabía que se negaría. Últimamente, estaba más ocupada que nunca, sobre todo con Orlando. No dejaba de tratarlo como su sucesor. Bah, a ella le daba igual. Era mucho mejor así; que tuviera a alguien que realmente quisiera hacerse cargo del faro.