Grimhilder se encontraba en su habitación, un espacio mágico lleno de frascos y utensilios de brujería. La tenue luz de velas y las sombras danzantes creaban un ambiente misterioso y enigmático. Concentrada, se encontraba frente a una caldera de cobre, con sus manos delicadas moviéndose con precisión, preparando una poción para hacer crecer las plantas. Siguió meticulosamente cada paso de la receta, y todo parecía ir bien hasta que llegó al último paso: invocar una ráfaga de viento. A pesar de sus intentos, no lograba completar el hechizo. La frustración la invadieron, y con un grito de rabia, tiró con furia la pócima que tenía en sus manos. Las gotas de líquido mágico cayeron al suelo, esparciendo un humo colorido y llenando la habitación con un aroma embriagador.
En ese momento, su padre, Henry, apareció en la puerta de la habitación. Su expresión era de burla y sarcasmo mientras observaba el desastre en el suelo y a su hija llorando.
—¿Cómo va mi aprendiz favorita? —dijo con ironía, su voz resonando en la estancia con un tono despectivo.
Grimhilder no se atrevió a mirarlo y mantuvo la cabeza baja, sintiéndose pequeña e insignificante ante la mirada despiadada de su padre.
—Vaya desastre. Deberías estar agradecida de que te enseñe magia, de lo contrario, no tendrías ningún valor en este mundo —continuó Henry, con su tono mordaz y hiriente.
En su mente, Grimhilder comenzó a cuestionarse si realmente valía la pena seguir intentándolo. Quizás, después de todo, debería rendirse y aceptar que no estaba a la altura de las expectativas de su padre.
—Como desperdiciaste ingredientes, ahora nos faltan. Ve a buscarlos al bosque —ordenó Henry sin compasión, imponiendo su voluntad con autoridad.
—Sí, padre —respondió Grimhilder con sumisión, asintiendo en silencio mientras se preparaba para cumplir con la tarea.
Mientras caminaba por el bosque para buscar los ingredientes, sosteniendo una lista con las cosas que necesitaba, Grimhilder miró hacia el cielo. Los cuervos volaban con libertad, recordándole lo pequeña que se sentía en comparación con la majestuosidad de la naturaleza. Por un instante, sintió el impulso de liberarse de las cadenas impuestas por su padre y volar lejos, donde nadie pudiera encontrarla, donde pudiera encontrar su propio camino hacia la felicidad. Sin embargo, su tranquilidad se vio interrumpida cuando tres hechiceras desconocidas aparecieron de la nada y la rodearon.
—Miren a quién tenemos aquí —dijo la primera hechicera, con una sonrisa maliciosa, acercándose lentamente a Grimhilder.
—Parece que encontramos a una pequeña niña solitaria —comentó otra, riéndose con crueldad, mientras las sombras del bosque parecían cobrar vida a su alrededor.
—¿Qué estás haciendo por aquí sola? —preguntó la tercera, con una mirada inquietante, llena de misterio y malicia.
—No es asunto suyo. Tengo que irme —respondió Grimhilder, con voz temblorosa, intentando escapar de la presencia amenazadora de las hechiceras.
Pero antes de que pudiera hacerlo, las hechiceras la tomaron con violencia, decididas a llevársela. El pánico se apoderó de Grimhilder, y luchó con todas sus fuerzas para liberarse de sus garras.
—¡Suéltenme! ¡Mi padre vendrá por mí! —gritó Grimhilder, su voz llena de desesperación y miedo, aunque en su corazón no estaba segura de que su padre vendría a su rescate. Tal vez, pensó, estaría feliz de que ella desapareciera para siempre.
***
Mientras tanto, en su habitación, Henry revisaba los deberes que había hecho Grimhilder. Los escritos eran perfectos, demostrando que, a pesar de sus desprecios, su hija tenía un talento innegable en la magia. Su mente se debatía entre desechar los escritos por temor a que Grimhilder brillara con una luz que él no podía apagar, o venderlos para demostrar ante los demás que él seguía siendo el gran hechicero que todos admiraban. Pero entonces, un ruido estruendoso proveniente de la habitación de su hija lo sacó de sus pensamientos y lo puso en alerta.
Sin perder tiempo, Henry se dirigió a la habitación con rapidez y abrió la puerta de un fuerte golpe para ver qué estaba ocurriendo. La escena frente a él lo dejó sin aliento: un enorme árbol había nacido del suelo y se había abierto paso por las paredes y el techo de la casa. Henry quedó atónito, preguntándose si la poción de Grimhilder había ocasionado tal caos.
Sin previo aviso, un escalofrío recorrió el cuerpo de Henry. Como si un presentimiento lo guiara, con un hechizo de teletransportación llegó al lugar donde se encontraba Grimhilder, percibiendo una presencia oscura y amenazadora. Se encontró con tres hechiceras que rodeaban a su hija. La mirada de Henry se tornó feroz y su aura, imponente, demostrando que estaba dispuesto a proteger a su hija con valentía y determinación.
—¡Suéltenla ahora mismo! —rugió con fuerza, enfrentándolas sin el menor titubeo.
La primera hechicera se burló y desafió su poder.
—¿Y qué piensas hacer tú solo contra nosotras? —preguntó con una risa malévola, subestimando la fuerza del hechicero.
Sin embargo, Henry no mostró temor alguno y se mantuvo firme en su postura.
—Soy un gran hechicero, y ustedes son solo un mosquito en comparación con mi poder —respondió, lleno de confianza en su habilidad.
En un giro inesperado, la situación se volvió caótica. Una de las hechiceras atacó a Henry por la espalda, hiriéndolo cruelmente con su arma. Grimhilder quedó paralizada por la escena, viendo con horror cómo su padre caía al suelo, herido y dolorido.
—¡Grimhilder, ¡corre! —gritó Henry, en un intento desesperado por protegerla.
—¡Papá, cómo es posible que seas tan inútil! —exclamó Grimhilder en un arrebato de frustración y desesperación—. Tanto que decías ser el gran hechicero y mírate ahora, muriéndote de la forma más patética posible, ¡idiota!
Las otras hechiceras aprovecharon el momento de vulnerabilidad y golpearon a Grimhilder, dejándola inconsciente, sumida en un oscuro abismo de desesperación.