Con la ducha de agua fría, Alessandro trató de apagar el ardor de su cuerpo, un ardor nacido de un deseo tan fiero que amenazaba con hacerle estallar. Echó la cabeza hacia atrás y dejó que los finos
chorros le cayeran por el rostro, pero nada podía hacerle olvidar que acababa de pasar una noche entera en la cama con su esposa.Y no le había puesto un solo dedo encima.Había permanecido tumbado despierto, ocasionalmente sintiendo el roce de la seda del pijama de ella y, en esos momentos, las ganas de aprisionarla bajo su cuerpo habían sido sobrecogedoras. Había tenido que resistir el impulso de hundir los dedos en aquellos espesos cabellos, cubrirle los labios con los suyos y besarla hasta romper todas las defensas de Aldana.Lanzó un gruñido y una maldición en griego.Se preguntó si vería algún cambio en la actitud de ella aquel día, si las confesiones mutuas hechas al abrigo de la oscuridad de la noche la habrían hecho cambiar de actitud.Aldana debía de haber utilizado el segundo baño porque cuando volvió al dormitorio con una toalla atada a la cintura ella ya no estaba
en la cama. Una mujer sabia, pensó con ironía. Tal y como él se sentía en esos momentos, Aldana no habría estado a salvo con él.Alessandro se vistió y, al salir a la terraza, la vio sentada a la mesa.
Aldana llevaba un sencillo vestido de algodón y la cola de caballo le acariciaba la espalda. En la mesa había una cafetera, yogur griego y una bandeja con frutas. Alzó la vista al oírle aproximarse y, aunque las gafas de sol ocultaban la expresión de sus ojos, vio que se mordía nerviosamente el labio inferior.
–Qué escena doméstica tan enternecedora –comentó él.
–He ido a la casa principal y Phyllida me ha dado esto –explicó ella a la defensiva como respuesta al modo arrogante en que él enarcó las cejas–. Me ha parecido buena idea desayunar aquí mirando al
jardín, que está precioso, por cierto.Alessandro se sentó a la mesa y aceptó la taza que ella le ofreció.
–Supongo que mi madre pensaba que íbamos a desayunar con ella en su casa, pero, si quieres jugar a ser una mujer de su casa, conmigo no hay problema.
–Lo que quiero es algo de independencia –declaró ella con firmeza, disgustada por el hecho de que Alessandro se estuviera comportando como si pensara que ella iba con segundas intenciones, lo que no era cierto. ¿Acaso no lo había dejado bien claro la noche anterior?–. Además, estoy segura de que Marina prefiere no tenerme allí todo el tiempo. Pero, por favor, no te preocupes por mí y dedícate a tus cosas. Estoy bien sola.Alessandro sonrió mientras rellenaba de café las dos tazas.–Me gusta estar así –declaró él–. Es como en los viejos tiempos.Ella no contestó inmediatamente porque la situación no se
parecía en nada a los viejos tiempos. Aquella mañana se había despertado desorientada, consciente de que había pasado la noche entera en la cama con Alessandro, pero él no la había tocado. O sí, sí la
había tocado. Lo había hecho de forma muy distinta a como era su costumbre. La había abrazado.Nada más. Con más ternura que sexualidad. Y además la había escuchado y había hecho un esfuerzo por dar una explicación a su comportamiento dominante y controlador.
¿No se daba cuenta Alessandro de la confusión que le producía eso?Le lanzó una rápida mirada.
–Phyllida también me ha dicho que puedo ir a ver a tu abuela después del desayuno.–Bien.Aldana vio la tensión que, de repente, asomó a las facciones de Alessandro.–Espero que no tenga dolores.Alessandro sacudió la cabeza.–Los médicos le dan calmantes y, al menos, puede estar en
casa y todos la cuidamos –Aldana dejó la taza de café en la mesa–. La última vez que vine fue cuando empezó a preguntar por ti. Ya sabes que te tiene aprecio, Aldana. Le gustas mucho.Aldana le miró a los ojos, increíblemente enternecida por lo que acababa de decirle. Siempre le había tenido cariño a la ghiaghia de Alessandro. Ella no había conocido a ninguno de sus abuelos, ni paternos ni maternos, quizá fuera por eso por lo que disfrutaba de la compañía de la anciana matriarca griega. Le había encantado oír anécdotas de la lejana infancia en la isla de aquella mujer y de su feliz matrimonio.–¿Qué te dijo?Alessandro la miró reflexivamente antes de contestar:–Dijo que yo era muy listo, pero que a veces podía ser muy tonto. Y dijo que fui tonto al dejar que te fueras.–Alessandro –Aldana, angustiada, alzó la voz–, no quiero mentirle.–No te pido que lo hagas. Pero... ¿crees que podrás dar la
impresión de que aún te importo algo?Aldana le sostuvo la mirada. Ojalá Alessandro hubiera dicho eso con su acostumbrada arrogancia, una arrogancia nacida de saber que a ninguna mujer le era indiferente. Pero no lo había dicho así. Se había mostrado casi... vulnerable.El melocotón que tenía en el plato, sin tocar, parecía estarla mirando. Quizá Alessandro se sentía vulnerable, o lo más parecido a ese estado siendo la clase de hombre que era. Su abuela se estaba muriendo y ella sabía que debía apoyarle. Se lo debía porque le había querido en el pasado y se había casado con él. Sí, estaría a su lado.Impulsivamente, Aldana se levantó, alargó el brazo y le acarició el oscuro cabello.–No te preocupes, soy lo suficientemente buena actriz como para aparentar que aún me importas –Aldana sonrió.Pero algo cambió en el ambiente. Algo que ella había dicho y que había disgustado a Alessandro porque, de repente, Alessandro se puso en pie y ella se sintió intimidada por su amenazadora presencia.–¿Suficientemente buena actriz? –repitió él–. ¿Estás segura?Entonces, tomándola por sorpresa, Alessandro la estrechó en sus brazos y comenzó a besarla con frenesí. Exploró su boca con labios duros, con ardor. Ese hombre, que había yacido en la cama castamente a su lado durante toda la noche, ahora se mostraba como en sus mejores tiempos.La apretó con más fuerza, pegándosela al cuerpo. Y ella sintió las caderas de Alessandro contra las suyas y, en el vientre, la fuerza de su
erección. Sintió la insistente punzada de deseo en el centro de su feminidad, un ardor que clamaba por ser satisfecho.Alessandro le puso una mano en un pecho y ella gimió, retorciéndose con lujuria mientras él jugueteaba con uno de sus erguidos pezones. Inquieta, movió las caderas en unasilenciosa invitación. Quería que él deslizara la mano por debajo del vestido y le tocara ese lugar húmedo y expectante. Dudó en tocarle, acariciarle como a él le gustaba, tomarle en la mano y acariciar el sedoso miembro hasta hacerle gemir algo en su lengua nativa con voz pastosa. Sin embargo, algo le impidió
iniciar ese grado de intimidad, ya que Alessandro lo interpretaría como un gesto de debilidad.
Pero... ¿por qué Alessandro se estaba controlando? ¿Por qué no la empujaba hacia el interior de la casa, la hacía tumbarse en el suelo de mármol y tomaba posesión de ella sin más ceremonias, como un macho en celo? De hacerlo, ella le aceptaría porque su cuerpo le deseaba tanto que casi le dolía.
Pero Alessandro no hizo eso, sino que apartó el rostro del de ella y la miró con unos ojos azules oscurecidos por la pasión. Y aunque ella vio que le temblaban las manos, cuando Alessandro habló lo hizo con voz tranquila y relajada.–Aldana, debo admitir que como actriz eres muy convincente, a
pesar de que no hay público. ¿No tengo razón?Aldana se dio cuenta de que había caído en su propia trampa. Una trampa estúpida. Se había puesto en evidencia, había demostrado que todavía le deseaba físicamente. Solo le quedaba la esperanza de que Alessandro no se hubiera dado cuenta de la verdadera razón de que su respuesta hubiera sido tan apasionada.Y esa razón era que aún estaba enamorada de su marido.–Bueno, venga, vamos a ver a la ghiaghia –dijo Alessandro con
determinación.Aldana le pidió cinco minutos para arreglarse, tiempo que empleó para atusarse el pelo y alisarse el vestido. Después, caminaron en silencio mientras cruzaban el patio lateral de la casa, el lugar donde habían cenado la noche anterior. El corazón le latía con fuerza cuando entró en el amplio dormitorio con las cortinas echadas donde la abuela de Aldana se encontraba.A veces, Aldana se alegraba de haber tenido una infancia difícil, y esa era una de ellas. De pequeña había visto cosas que ningún niño debería ver, cosas espeluznantes y brutales, pero en ese momento pensó que no había nada tan brutal e inevitable como la muerte.Al igual que su hija, Sofia había sido una gran belleza, pero su exquisita osamenta estaba cruel y finamente cubierta por una piel arrugada del color de la cera. Sus antaño vivaces ojos estaban apagados por la morfina y su cuerpo parecía haber encogido hasta el límite de lo posible entre las sábanas blancas.La anciana fijó los ojos en la pareja que acababa de entrar en la habitación y frunció el ceño, como buscando en la memoria. Por fin, una débil sonrisa le iluminó el rostro mientras miraba fijamente a Aldana. Movió los huesudos dedos en un intento de levantar la mano a modo de saludo.Aldana se acercó a ella inmediatamente. Quería abrazarla, pero
consciente de la fragilidad de la anciana, se agachó, le tomó la mano y le besó la hundida mejilla.
–Ghiaghia –susurró Aldana–. Soy yo, Aldana.
–Aldana –la matriarca griega pareció agitada y Aldana miró a la enfermera, que asintió. Entre las dos mujeres ayudaron a la abuela de Alessandro a incorporarse ligeramente en la cama, recostándola contra las almohadas–. Me alegro mucho de verte.–Y yo a ti. Oh, ghiaghia –a Aldana se le quebró la voz–. Siento... mucho que estés enferma.Durante un momento, Sofia la miró con humor y algo de tristeza asomando a sus ojos.–Esto nos pasa a todos –respondió con voz suave Sofia.–Sí –aún con la mano de la anciana en la suya, Aldana se sentó en una silla al lado de la cama–. ¿Quieres que te traiga algo? ¿Puedo hacer algo?Sofia respiró hondo antes de contestar.–Que quieras a mi nieto –respondió la mujer casi sin aliento–. Él te quiere mucho.Aldana se asustó momentáneamente. Estaba allí porque Alessandro había querido que estuviera y sabía exactamente por qué. Era evidente que Sofia había querido decirle eso y no había palabras más poderosas que las que se pronunciaban en el lecho de muerte.Pero Aldana también era consciente de que no podía mentir, mucho menos en un momento tan crucial. No obstante, lo más ridículo de todo era que no necesitaba mentir, que lo que iba a decir le salía del fondo del corazón. Se alegraba de que Alessandro estuviera al otro extremo de la habitación y no pudiera oír el susurro de las palabras que estaba a punto de pronunciar.–Quiero a Alessandro más que a nadie en el mundo, ghiaghia –respondió Aldana–. Por favor, créeme.Se hizo un silencio durante el cual Aldana se preguntó si Sofia la había oído o si, por el contrario, se había quedado dormida. Pero los dedos de la anciana le apretaron la mano al tiempo que sonreía débilmente.La respiración de Sofia se hizo más trabajosa y después se quedó dormida, pero Aldana no se movió de donde estaba. Permaneció allí un largo rato, en silencio, mientras los recuerdos volaban por su mente. Pensó en Sofia de recién casada y luego de madre. Pensó en la rapidez con que pasaba la vida. No se dio cuenta de que Alessandro había cruzado la estancia y se había acercado hasta que él le puso una mano en el hombro.–Vámonos –dijo Alessandro.Había ternura en su voz y también en la mano que la ayudó a
levantarse. Entonces, Alessandro ocupó el espacio que ella había dejado vacío, al lado de la cama, y se agachó para besar a su abuela en la frente. Y Aldana pudo sentir su terrible dolor.Fuera de la habitación el día era luminoso, quizá demasiado, la intensa belleza proporcionaba un exquisito contraste con lo que acababa de presenciar. Se quedó parada, sin saber qué hacer, y, cuando Alessandro, a sus espaldas, la abrazó, ella no tuvo fuerzas para resistirse. Se apoyó contra él, respiró su aroma y se permitió que Alessandro le traspasara su fuerza.No supo cuánto tiempo se quedaron así, tal vez solo unos minutos, pero, cuando ella fue a apartarse, Alessandro la hizo girar y la
miró con un brillo especial en sus ojos azules.–Gracias –le dijo.–Me he alegrado mucho de verla. Tu abuela es una mujer excepcional.A Aldana se le ocurrió, de repente, que Alessandro estaba mostrando
sus sentimientos, auténticos sentimientos... y el resentimiento comenzó a aflorar en ella. Porque Alessandro no había parecido sentir nada cuando ella abortó.–Aldana, ¿te pasa algo?
Aldana tragó saliva. No podía seguir culpándole por lo ocurrido en el pasado. Suponía que él había reaccionado según su personalidad, igual que ella había hecho. El problema era que no habían estado
unidos en su dolor.–Aldana, tenemos que pensar en qué vamos a hacer hoy. Estás muy pálida, así queyo creo que necesitas que te dé un poco el sol. ¿Te apetece dar un paseo por la isla? ¿En moto?
Aldana le miró con expresión de susto.–No estarás utilizando esa vieja moto que tanto te gustaba,
¿verdad?–No, tengo una nueva. Mucho más cómoda que la vieja. La moto es la única forma de ir por la isla.–No, no lo es.–Vamos, reconoce de una vez que, en el fondo, te gusta. Aldana vio humor en su mirada y se dijo a sí misma que eso era muy peligroso. Una persona con sentido común se pondría el bikini, bajaría a la piscina y pasaría el día leyendo.Pero entonces pensó en Sofia. Pensó en una isla a la que había echado de menos y en aquel hermoso día que nunca se iba a repetir.–Está bien –dijo Aldana–. ¿Por qué no?
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