Lo está mirando. Lo nota como un hormigueo en la piel.
Lo mira, como todos los días, desde la distancia, y como hace siempre, finge que no se da cuenta, porque no puede enfrentarse a esa mirada de adoración que le dedica.
Y le duele, de verdad que le duele, porque no le corresponde, porque no puede hacerlo, porque sus sentimientos no son los mismos que los de él, y le duele, porque sabe que le hace daño, pero no puede evitarlo. Le quiere, pero no de la misma manera en la él le quiere.
No sabe cuándo empezó todo esto, tal vez desde el principio, cuando eran dos críos pequeños que jugaban en el parque al pilla pilla. O tal vez fue tras aquella travesura que hicieron en el colegio y que a los dos los hizo reír como locos durante todo el castigo. O tal vez fue durante aquel verano, cuando ambos dieron el estirón, la voz se les puso más grave y los abrazos después de un partido empezaron a tener significados distintos para ambos.
No sabe cuándo empezó, pero sabe que tiene que terminarlo. Lleva mucho tiempo retrasándolo y sabe que, a la larga, será mucho peor, pero no se atreve porque tiene miedo de decirle a la cara lo que seguro que ya sospecha, porque una vez que se lo diga será real y ya no habrá marcha atrás. Y tiene miedo porque su amistad es lo más importante a él, se conocen desde hace años y es uno de los más grandes pilares de su vida, pero tiene miedo de que eso deje de ser así. Aunque sabe que tiene que hacerlo.
El timbre del descanso suena. El resto de sus compañeros de clase se levantan de sus asientos para estirar las piernas, pero él se queda allí, con la cabeza en su mundo, pensando en cómo puede encontrar una solución a todo esto, una solución en la que ninguno de los dos salga herido.
Una mano grande posada sobre su hombro le saca de sus pensamientos. Gira la cabeza y allí está, con una sonrisa que solo le dirige a él y una mirada llena de dulzura. Le devuelve una pequeña sonrisa y comienzan a hablar de su fin de semana, lo que es una tontería porque han estado juntos jugando a la consola.
El tiempo se les pasa volando. El timbre vuelve a sonar anunciando el inicio de una nueva clase. Él vuelve a su asiento, dejando una sensación de frío en el hombro donde ha mantenido su mano apoyada todo el rato. Vuelve a perderse en sus pensamientos.
Definitivamente tiene que acabar con esto, para que ambos puedan ser libres. Uno se merece querer sin el temor de hacerle daño a nadie. El otro se merece querer a alguien que le quiera y que le corresponda.
Y es difícil, porque cuando se trata de amor no eliges quién te gusta, pero tampoco eliges quién no te gusta. Simplemente pasa, no puedes elegir. Y es una putada, porque si pudiese escoger, escogería verle del mismo modo en que le ve él. Le escogería a él.
Porque siempre se habla de lo mal que lo pasan los que se quedan en la friendzone, pero pocas veces se habla de los que frienzonean, porque ellos también saben lo que duele el rechazo, también sienten ese miedo y también sufren por negarle a alguien que quieren su deseo. Y todo es porque cada uno tiene una manera distinta de querer. Una que no es compatible entre sí.