Toma su rostro entre sus manos. El calor que transmiten sus dedos se expande por toda su piel y le provoca espasmos de placer que fluyen como ondas en el agua.
Sus miradas se cruzan. Sus ojos chocolates arden en deseo y cariño; los de ella, azules como el mar, brillan con impaciencia y ternura.
Sus narices chocan entre sí en una sutil caricia a medida que se acercan al otro. Juntan sus labios en un delicado beso, acompañado por el dulce sabor de las fresas que han tomado de postre. Sin ninguna prisa, dejan que sus bocas se fundan en movimientos acompasados que toman cada vez más intensidad.
Las manos de ella rodean el cuello masculino, llevando una de sus manos al corto cabello de la parte posterior de la cabeza. Lo agarra y tira con suavidad de él, ansiosa, provocando un gemido que nace en lo más profundo de la garganta de su amante. Sus labios se elevan en una sonrisa en mitad del beso, satisfecha por el logro de provocar tal reacción.
Él no se queda atrás. Desliza la boca desde sus labios hasta el cuello de su pareja, siguiendo la línea que dibuja el hueso de la mandíbula, y entierra la nariz en él, adicto al olor floral tan natural que desprenden sus poros. Se pierde en la textura tersa de su piel, encontrado el punto exacto justo debajo del lóbulo de la oreja derecha.
Un respingo de sorpresa, acompañado por un suspiro de placer que suena como música para sus oídos. Las manos de ella apretándole los antebrazos, impidiendo que se aleje, y un beso desesperado son las recompensas que obtiene a modo de respuesta.
Sus lenguas se juntan en una danza ancestral, coordinada y húmeda.
Las manos de él comienzan a bajar por su cuerpo, se mueven por los costados, ligeras como el vuelo de una mariposa, hasta llegar a la cintura, donde la ropa deja al descubierto una pequeña porción de piel aterciopelada.
Dibuja una línea de fuego con un dedo, atento a los sonidos que escapan de la boca de ella. Incapaz de resistir el impulso, se incorpora para observarla en todo su esplendor. Tiene los ojos cerrados, las mejillas sonrojadas y el pecho le sube y le baja con rapidez como consecuencia de su agitada respiración.
Suelta una risa, maravillado ante la idea de provocar esas reacciones en ella.
El sonido de su voz, grave por la excitación, hace que ella entreabra los ojos, tan nublados de deseo como los de él, y que dibuje una mueca en el rostro, fruto de la frustración por haber parado.
Decide intercambiar los papeles, tomando ella en control y colocándose encima. Le quita la camiseta y se deleita con el tacto ardiente de los músculos de su torso. Se entretiene contando los lunares de su abdomen, paseando sus manos por aquí y por allá, concentrada en su tarea.
Las manos de él detienen a las suyas tras unos minutos. Le mira, con un gesto inocente que no tarda en convertirse en uno travieso al ver cómo el hombre muerde su labio inferior, con desesperación y urgencia.
Le hace un gesto con la cabeza, señalando su propia ropa, que ya lleva un rato estorbándole. Él capta la señal al momento, subiéndole la blusa con suavidad hasta quitársela por completo.
Pasa sus brazos por detrás de la espalda de la muchacha, rodeándole la cintura y pegando sus pectorales a su pecho. Una fuerte corriente eléctrica chisporrotea entre ellos, y, llevados por la pasión del momento, vuelven a juntar sus bocas, tan desesperados que más que un beso parece que estuviesen peleando por lograr una victoria.
Sus lenguas se recorren con intensidad, disfrutando del sabor del otro. Se muerden, se lamen y se succionan, mientras que sus gargantas producen sonidos que harían sonrojarse hasta al más experimentado.
No les queda más remedio que separarse cuando sus pulmones reclaman por un poco de oxígeno. Están exhaustos, con los labios hinchados y la piel sensible allí donde más empeño han puesto, pero deseosos de disfrutar mucho más del otro.
De nuevo, vuelven a cruzar sus miradas. Se sonríen y sin decir nada más, terminan de desnudarse antes de continuar con esa agradable búsqueda hacia el clímax. Porque ellos saben que, cuando el cuerpo habla, las palabras sobran.