Con los ojos brillantes por las lágrimas acumuladas, rompimos nuestro abrazo. Ninguno de los dos tenía ganas de decir nada, pero la situación lo requería.
Nos despedimos, manteniendo la compostura hasta que cada uno se marchó en una dirección, conscientes de lo que ese último adiós significaba.
El llanto no aguantó más y se derramó por mis mejillas con rapidez. Saber que no volveríamos a vernos dolía, dolía mucho, tanto que dejó un vacío en mi interior que no estaba segura de que fuese a llenarse de nuevo.