Con movimientos gráciles, la bailarina capta la atención del público.
No hay ni una sola mirada que no esté fijada en ella.
Las luces se vuelven frenéticas, siguiendo el ritmo de la música.
El escenario vibra, preparándose para el gran final.
Piel erizada. Latidos de emoción. Escalofríos que recorren la columna.
Y entonces, el silencio. Durante un segundo. Durante dos segundos.
La bailarina mantiene su posición final, inmóvil como una estatua.
Una tormenta de aplausos. Una ovación que podría echar abajo el teatro.
Sonrisas decoradas con lágrimas. Sentimientos indescriptibles.
Incapaces de creer lo que acaban de presenciar.
Un agujero en su pecho al saber que se trata de una experiencia irrepetible.