Las ramas de los árboles me arañan la cara cuando paso a su lado. Las gruesas raíces que salen de la tierra forman un camino de obstáculos que esquivo a duras penas.
El bosque está oscuro. La frondosidad de su vegetación impide que pase la luz de la luna y la bruma mengua cada vez más la visibilidad de mis ojos, haciendo que baje el ritmo de mi carrera.
Repentinamente, tropiezo y caigo al suelo, raspándome las rodillas. El escozor es intenso y hace que las lágrimas broten de mis ojos, pero el sonido de los pasos de mi perseguidor me hacen recobrar la compostura de manera súbita.
Sigo corriendo, ignorando el dolor de mis heridas. Sé que me espera algo mucho peor si me detengo.
A mi alrededor, la vegetación comienza a ser menos frecuente y los árboles están más separados entre sí. Deduzco que estoy llegando al linde del bosque, y a mi salvación.
Entre la niebla, un poco más adelante, distingo una potente luz. Decido dirigirme hacia ella con la esperanza de que se trate de un pueblo en el que pedir ayuda, pero todas mis ilusiones se desvanecen cuando un acantilado aparece ante mí.
El rugido del mar estrellándose contra las rocas delante. El monstruo que quiere hacerme daño detrás. Y yo en medio, sin escapatoria posible.