El agua se desliza por su cara como un río caudaloso.
La lluvia torrencial la empapa de la cabeza a los pies, pero no podría importarle menos.
Un ligero humo sale todavía de las chamuscadas cabañas, aunque el fuego hace horas que se apagó.
Su aldea ha desaparecido, en tan solo unas horas, arrasada por las tropas del tirano que gobierna esas tierras.
Los cuerpos carbonizados de sus vecinos comienzan a fundirse con el barro y a desplazarse ladera abajo.
El ambiente frío que la envuelve es incapaz de apagar el fuego de la ira que siente en su interior.
Con decisión, se levanta del suelo y hace una reverencia en señal de respeto hacia los restos de lo que hasta hace unas horas había sido su hogar.
Ese duque. Ese maldito duque. No tiene ni idea del error que acaba de cometer. Un error garrafal dirían los habitantes de la aldea si aún tuviesen aliento con el que hablar.
Porque no hay peor equivocación que dejar con vida a aquellos a los que se lo has arrebatado todo y ya no tienen nada que perder. Y ese apestoso noble está a punto de descubrir lo que una aldeana rota de dolor es capaz de hacer.