Todo empezó como en una pesadilla: en una apartada calle en la periferia de la ciudad, de esas que no gozan de buena reputación y donde recibir un navajazo es lo menos peligroso que te puede ocurrir.
Las luces amarillas de las farolas se reflejaban en los charcos que la lluvia de la tarde había formado. Las huellas húmedas de las suelas de mis zapatos se quedaban marcadas a medida que caminaba, dejando evidencia de mi presencia en aquel lugar.
Había algunas personas reunidas en las puertas de los pocos locales que seguían abiertos. Sus conversaciones se perdían por el sonido amortiguado de la música que salía de los bares.
Aceleré el paso, subiendo la bufanda hasta la nariz para ocultar mis facciones. Agradecí que la noche fuese lo bastante fría como para que no fuese raro ir tan abrigada. Así no levantaría sospechas.
El reloj de una iglesia cercana marcó la medianoche. La música subió de volumen cuando la puerta de un pub se abrió y un grupo salió de su interior. Mi corazón se detuvo al reconocer a uno de sus integrantes.
“Tan puntual como siempre” pensé mientras les seguía desde una distancia prudencial.