Avancé con cautela por las callejuelas hasta que el grupo se detuvo en un parque. Dos de ellos se sentaron en los desgastados columpios y empezaron a fumar, mientras que el resto se quedó de pie, hablando.
Me escondí tras un árbol, en uno de los extremos, en una zona alejada de las farolas. Me mantuve en las sombras, al acecho, aun sin saber si debía considerarme la víctima o el verdugo, pero temiendo por mi vida en ambos casos.
Alcé la vista hasta el cielo. Las densas nubes lo cubrían como una férrea muralla, impidiendo el paso de la luz de la luna e impidiéndome apreciar su brillo. Una suave brisa arrastró hacia mí las hojas secas esparcidas por el suelo, arremolinándose entre mis pies.
El tiempo se acababa, y con él, mi oportunidad. Mi sed de venganza clamaba por ser saciada y ocupaba mi mente con miles de planes, en su mayoría tan imprudentes que solo me llevarían directa hacia la muerte.
La fortuna pareció estar de mi lado cuando los de los columpios apagaron sus cigarros y se marcharon. Miré a los integrantes del grupo que quedaban: tres seguían siendo demasiados para mí sola.
–Nos vemos mañana –el sonido de su voz me sorprendió.
Con discreción, asomé la cabeza y vi como otros dos se marchaban, dejándole a solas. Sonreí. Mi momento había llegado.