Me tomé unos segundos para organizar mis ideas y revisar mi entorno. Mis ojos observaron el espacio, lo suficiente amplio como para suponer una ventaja para mí, pero con demasiados obstáculos como para convertirse en un problema.
Mi objetivo seguía quieto, en la misma posición en la que se había despedido de sus acompañantes. El instinto me indicaba que aquella tranquilidad que irradiaba no era lo que parecía ser. Tenía la espalda demasiado rígida y los hombros estaban en tensión. Estaba esperando mi ataque.
La suave brisa que nos envolvía se enfureció, removió las hojas secas a nuestros pies y removió las nubes con violencia, hasta que se apartaron de la vista de la luna, haciéndola partícipe y única testigo de nuestro encuentro.
La luz del satélite bañó cada elemento del parque, incluyéndonos. El cambio estaba próximo a darse, pude sentirlo en la sangre que bullía bajo mi piel, elevando la temperatura de mi cuerpo hasta que me hizo casi sudar.
Un casi imperceptible movimiento llamó mi atención. Él se había movido, girando la cabeza, clavando su mirada en la mía. Nuestros ojos, cada vez más amarillos, se adaptaron a la oscuridad con extrema rapidez.
–Creí que nunca cumplirías tu promesa –dijo él. Parecía aliviado, como si estuviera a punto de saldar una deuda.
Preferí no decir nada. No valía la pena. Los dos sabíamos lo que hacíamos allí, lo que nos había llevado hasta ese momento. Alargarlo con palabras inútiles era una pérdida de tiempo.
Nos abalanzamos el uno contra el otro al mismo tiempo. Piel desgarrada, uñas hundiéndose en la carne, dientes buscando el punto letal en el cuello. Dolor. Instinto. Supervivencia. Una pelea animal que no dejaba lugar a la razón.
Los charcos de sangre en el suelo, el aire con olor a metal y la ropa empapada de aquel cálido líquido de vida fue el único recuerdo que quedó de aquella noche de pesadilla.