Era una tontería. Algo que solía hacer con solo dos ingredientes y, aun así, los niños lo adoraban.
Volvían del colegio con los ojos brillantes, preguntando si podían comer un par de esas deliciosas y dulces bolitas cuando terminasen los deberes.
Asentía con la cabeza, contagiándose de las risas felices de los pequeños, y los observaba sentarse en la mesa de la cocina, con una charla animada mientras sacaban los estuches y cuadernos de sus mochilas, dispuestos a acabar cuanto antes y recibir así su preciado premio.