El día en que llegué a Lisboa fue exactamente igual a los otros desde que salí de Santarém. Igual que todas esas veces en las que tuve que hacer ese largo viaje en carretera, aunque yo realmente deseaba que eso no fuera necesario. Qué más da.
Hacía tiempo que había empezado los trámites para alejarme completamente de mi pasado, y recordé eso mientras iba conduciendo por Amadora. Me llenaban las ansias de que todo terminara para poder empacar la última caja, montarme de nuevo en mi camioneta, e iniciar el último viaje que me alejaría para siempre de los fantasmas que me atormentaban cada noche.
Di vuelta en Venda Nova. Me detuve frente a ese edificio de departamentos que quisiera algún día haber olvidado. Dejé el auto encendido en caso de que tuviera que volver de inmediato. Siempre sucedía. Subí al último piso. Metí la llave en la única cerradura que podía abrir. No me atreví a abrir la puerta. No tuve el valor de tragarme los recuerdos de lo que había pasado allí.
Mi teléfono recibió una llamada. La ignoré, preguntándome por qué mi madre siempre insistía. Ella sabía mis motivos, a pesar de que nunca quiso creerlos. Rechacé la llamada. Me envió un mensaje de texto. Lo borré sin abrirlo. Me llamó una vez más. Apagué el teléfono, saqué la llave de la cerradura y volví a mi auto.
Si mi madre no vivía más en ese sitio, ¿por qué debía entrar yo? ¿Por qué cada año me sentía con la necesidad de hacer ese viaje, si a cada segundo podía sentir como si el aire de Lisboa estuviera aplastándome? Asfixiándome… Matándome poco a poco, y obligándome a escuchar a lo lejos mi propia voz. La que nadie quiso escuchar.
Entré a mi auto. Puse ambas manos sobre el volante. Lo aferré con tanta fuerza, que vi mi piel ponerse blanca. Cerré los ojos con fuerza. Contuve la respiración hasta que pude estar segura de que podría seguir adelante.
Cuando abrí de nuevo los ojos, estaban llenos de lágrimas que tuve que enjugar antes de que esa vecina anciana viniera hacia mi auto. Me puse en marcha, mucho antes de que ella pudiera hablarme. De que me hiciera siempre la misma pregunta que yo jamás quise responder.
Conduje mecánicamente, sin preocuparme por la lluvia que de repente golpeaba el parabrisas. No supe por cuánto tiempo lo hice, y apenas tuve un poco de consciencia cuando me detuve en un par de estaciones de servicio. Bien pude haber hecho el viaje hasta Ajuda en la mitad del tiempo. Me sorprendió no haber chocado en algún momento, y al mismo tiempo me decepcionó.
Me detuve ante la entrada del Cemitério da Ajuda. No me atreví a entrar. Sólo le pedí al celador lo mismo que le pedía cada año.
—Quítele las flores.
Sabía que estaban ahí, porque mi madre nunca se había cansado de visitarlo.
Siempre pensé que un hombre como él no merecía ni siquiera eso.